Ya sé dónde vives, te voy a matar
Abrí el sobre sin remitente, fue el primero de cuatro documentos de la correspondencia que me llamó la atención, por su tamaño media carta. Mi nombre como destinatario y el domicilio de mis padres venían impresos con letra pequeña con sello de un apartado postal. Saqué una hoja con mí fotografía ampliada, tomada de la que en ese entonces era mi imagen en EL UNIVERSAL, sobre ella habían rayado con pluma negra y mucha furia, unos orificios sobre mis ojos, fosas nasales y labios, algunas gotas de tinta simulando lágrimas y una lista de insultos entrelazados con mi nombre y apellido (hija de puta, ratera, culera, mierda, cabrona ratera), para rematar con la frase "te voy a matar" sobre mi frente y debajo de la fotografía.
Cuando lo abrí mí hija estaba detrás. Reconoció la foto, yo en cambio había atendido primero el mensaje de amenaza. Preguntó ¿eres tú? ¿por qué te rayaron como calavera? Con el corazón a mil por hora y tratando de serenar mi alterada voz, metí la amenaza al sobre y le respondí: es una broma, yo creo. Qué fea broma, préstamela. No, contesté tajante y más nerviosa de lo que hubiera deseado. Veamos mejor que más llegó en nuestra correspondencia. Corría el año de 2015.
Las siguientes horas fueron de total desconcierto, no comprendía la magnitud de la amenaza, pensaba más bien en la gran suerte que había tenido al no haber pedido a mis padres que abrieran y revisaran lo que me había llegado para descartar si debía acudir a su casa por los sobres que se acumulaban ahí cada semana.
Tres años antes, en 2012, poco después de la elección en la que Peña Nieto resultó triunfador, mientras yo estaba dando una clase en la UNAM sin señal de celular, mis padres pasaron horas de terror porque fueron avisados por la vecina, que varios elementos de la policía de la CDMX irrumpieron en mi edificio entrando por la fuerza al estacionamiento. Cinco patrullas y una bicicleta permanecieron fuera. Tres elementos con armas de alto calibre subieron por las escaleras y pretendieron tirar la puerta de mi departamento para inspeccionarlo sin ninguna orden de por medio. Afortunadamente la vecina no lo permitió. Pero el susto y las trastadas de la Comisión de Derechos Humanos de la CDMX que blindó a la policía, nos dejaron alarmados y efectivamente, dejé un tiempo de escribir sobre el caso de Francisco Kuykendall quien fuera asesinado en la protesta contra el recién llegado presidente, a mano de las fuerzas armadas.
Esto era distinto. El sobre iba fechado con el sello del apartado postal el 7 de noviembre de 2015. Si alguna de mis columnas había molestado a alguien podía haber sido la previa, que trataba sobre las violaciones de derechos humanos de la Marina. Mi análisis estaba concentrado en las pérdidas humanas tras la creciente presencia de las fuerzas armadas en temas de seguridad. Había escrito una columna sobre el papel del General Cienfuegos y la bala perdida que mató a un pequeño en Michoacán. Otro tema presente era la intervención de la policía y el gobierno de Moreno Valle en Puebla, donde también un menor había muerto baleado en una protesta.
Intenté desviar la atención que mi hija había puesto a la imagen, distraerla, hacerla reír, disolver el temor que seguramente había sentido y que yo aglutinaba en la garganta conforme anochecía. Avisé al periódico de inmediato, me acerqué a especialistas en seguridad, que sugirieron denunciar al día siguiente ante la Fiscalía de delitos contra la libertad de expresión. A seis años de mi primera amenaza, constato la impunidad total con la que las instituciones simulan investigar y proteger periodistas. He estado acompañada por abogados muy profesionales que han ganado todos los amparos interpuestos ante la superficial e irresponsable respuesta del Estado. He corrido con suerte, las amenazas se han reducido a ataques esporádicos en redes sociales, de vez en cuando misóginos. El miedo a veces vuelve convertido en escalofrío, en rabia por lo que mi familia atravesó, pero nunca me calla.
Twitter: @MaiteAzuela