El 22 de marzo de 1842 un hombre caminaba a tientas por las aceras de París, entre paso y paso vacilaba un poco, se aflojaba el nudo del corbatín y se enjugaba el sudor de la frente, buscaba asirse de las paredes, finalmente terminó por derrumbarse en plena calle, frente al edificio de la Bolsa. La gente se aproximó y se colocó en corro, algunos cuchicheaban y otros trataban de auxiliarlo; tras comprobar que no reaccionaba y su rostro se tornaba azul, lo llevaron a una farmacia y, tras revisar sus efectos personales, lo condujeron al cuarto de hotel donde vivía. Al día siguiente murió. La habitación, según testimonios, no era muy amplia y estaba desordenada, había papeles por doquier: miles de páginas de borradores de novelas, cuadernos de diario, correspondencia. En una de sus libretas abierta al azar alguien encontró una frase que cobraba relevancia: “No encuentro en absoluto ridículo el morir en plena calle, mientras no se haga intencionalmente”. Esa frase podría haber sido el epitafio de su tumba en el cementerio de Montmartre, donde fue sepultado al día siguiente, en su lugar se colocó esta frase: “Henri Beyle, milanés. Escribió, amó, vivió 59 años, 2 meses. Murió el 23 de marzo de 1842”.
¿Quién era ese Henri Beyle? Algunos sostenían que había trabajado en el ejército; otros, que era un bohemio incorregible. Todos tenían algo de razón. Pero se equivocaban en un punto fundamental: Henri Beyle era sólo un accidente de la vida: un sujeto algo anodino, de complexión gruesa, bajo de estatura y ojos pequeños. Su único logro fue la invención de Stendhal, el escritor que terminó por tomar el control de su existencia. Así, Beyle reinventó su propio “yo” y lo dotó de profundidad literaria. Fue un proceso largo: tras su muerte sus papeles fueron a dar, apilados y guardados en un baúl de caoba, a la biblioteca de Grenoble, su pueblo natal. Ahí acumularon polvo durante más de cuarenta años, hasta que fueron rescatados, en 1888, por el polaco Stanislas Stryienski, y paulatinamente fueron divulgados e impresos.
Al morir Stendhal era el autor de unos cuantos libros, dos de ellos fundamentales y suficientes para cambiarle el rostro a la literatura romántica: Rojo y negro (1830) y La cartuja de Parma (1839); pero sin reconocimiento. Su amigo Prospser Mérimée lo recordaba más como un sujeto excéntrico que como un escritor de peso: “Hoy, al evocar mis recuerdos, estoy convencido de que sus extravagancias eran de lo más naturales, y sus paradojas el resultado habitual de la exageración a la que arrastra insensiblemente la contradicción”. Es verdad que el propio Stendhal no se tomaba muy en serio a la literatura: para él era una forma de gozo, una manera de vivir y de enfrentar los dilemas cotidianos. Ocuparse de uno mismo con imaginación y talento, y no meter las narices en los asuntos de los demás: ser, en pocas palabras, un “egotista” y no un egoísta (hago la distinción de los conceptos siguiendo las interpretaciones desplegadas por el propio autor en una de sus muchas obras de corte autobiográfico: Recuerdos de egotismo). De ahí que recorriera media Europa con ojos de asombro, registrando sus percepciones por escrito, anticipando con ello el turismo cultural (no por nada existe una emoción bautizada como “Síndrome de Stendhal”).
Su escritura fusionó ficción y realidad a tal grado que en cada una de sus páginas hay elementos autobiográficos y grandes ensoñaciones (imposible no asociarlo con Julián Sorel y Fabricio del Dongo, sus personajes más célebres). Y lo mismo ocurrió con su vida personal: un relato llenó de mentiras y verdades a medias. Amaba esconderse detrás de las fantasías. Stefan Zweig, biógrafo de grandes vuelos, sostenía que Stendhal mentía “no por impulso exterior, sino para hacer su ser misterioso e interesante”. Lo logró. Tal vez por eso, y de manera inconsciente, al desvanecerse en plena calle, Henri Beyle quiso darle un final novelesco a su existencia: moría finalmente la persona para otorgar vida al escritor.