Era domingo. Aunque no era día del padre. Era agosto. Aún era verano. Entonces vivíamos en la Ciudad de México. Y ahí las mañanas suelen ser grises y con un poco de frío. Isadora, mi mujer, seguía dormida a mi lado mientras yo intentaba recordar mi sueño. ¿Por qué estaba mojada mi almohada? De mis ojos, se habían escapado, algo de agua con sal. "Papá, papá, ya levántate", llegó Iker, mi hijo mayor, en ese entonces de tan solo cinco años. En ese momento recordé mi sueño.
Regularmente, mi hijo mayor siempre se levantaba más temprano que todos en la casa y corría a nuestro cuarto para abrazarnos, para despertarnos o pedir que fuéramos a caminar en un bosque cercano a la casa. Después llegó Gabriel, nuestro hijo menor de tres años. Se hizo el juego de lucha de almohadas, en donde regularmente Isadora huía del cuarto y no participaba. Yo tome la almohada que aún estaba húmeda por las lágrimas de mi sueño.
Algunos domingos se convertían en perfectos, a pesar de levantarnos a las siete de la mañana. Después del juego de almohadas, Isadora ya tenía preparado algún licuado o un plato de frutas. Solíamos ir a misa de niños a las diez de la mañana. La iglesia estaba a tres cuadras de nuestro departamento. Al salir del templo, íbamos a comer tacos de barbacoa de borrego, como se acostumbra en la Ciudad de México, acompañado de un rico consomé con arroz y garbanzos. Esa mañana no devoré mis tacos como lo solía hacer, sino que los comí despacio, meditando en el sermón del sacerdote que habló de la relación de Jesús con el señor San José, su padre.
De regreso a la casa, propusimos comprar un postre. En la Avenida Toluca donde estaba nuestro departamento, está la panadería, Los Tulipanes. Nos surtimos con brownies, galletas de limón y un pequeño pastel para merendar más tarde. Llegamos a la casa, jugamos un juego de mesa y después decidimos poner una película. No existían todas las plataformas digitales de hoy, así que fuimos y encontramos un DVD de "El Rey León", la película de Disney que habla del pequeño león que abandona su manada al morir su padre.
Sin duda, la elección de la película de los pequeños, así como la misa dominical y este momento de gozo con ellos abrazados a mí, tirados en el sofá viendo la película, eran señales, parecía un domingo perfecto en familia. Pero desafié la comodidad, la tranquilidad. Para salir, al fin y al cabo, estaban dormidos, eran apenas las tres de la tarde y era domingo de toros. Así que llené mi bota de vino y me fui a la Plaza de Toros México, una herencia que me había dejado mi padre: la pasión por la fiesta brava.
La corrida de toros empezaba a las cuatro y media de la tarde, por lo cual me paré antes en una librería, en el Fondo de Cultura Económica de la Condesa, y me topé en uno de sus estantes con el libro de Rafael Pérez Gay, "Nos acompañan los muertos". Lo hojeé, leí algunas páginas y supe que tendría que acompañarme a los toros.
Ya instalado en el tendido de sol, en la Plaza México, a mi alrededor solo estaba mi bota de vino, mi libro y el sol acompañándome. Pero de repente volví a escuchar su voz, después de más de treinta años de no verlo, de no saber nada de él, ahí estaba como en mi sueño, como en la portada del libro que había comprado, en donde aparecía un niño agarrado de la mano de su padre. Y no era que hubiera tomado mucho vino. Solo que entre toro y toro lo oía tan claro, entre los olés y los aplausos, que no pude resistir contestarle a las anécdotas que me susurraba al oído y le dije: "Sí, papá, sí los recuerdo a esos toreros, sí te recuerdo".
A partir de ese domingo perfecto, de ese domingo que no era día del padre, de ese domingo de agosto, de soñarlo, que me decía que hablara con él, hoy sigo charlando y en especial en este día del padre te digo: Gracias, don Roberto, por haber sido mi papá