Hace un año que Irene escapó de Kharkiv, la ciudad estaba bajo acecho. El 24 de febrero de 2022 comenzó el ataque ruso y la alarma antibombas rompió el silencio de aquella madrugada. Le tomó cuatro días salir de su ciudad en el este de Ucrania, atravesar el país y, el dolor por delante, cruzar la frontera para llegar a Polonia. Ahí en la frontera la conocí. Venía con sus dos hijos y la vida en una maleta.
—It’s been very hard… —comenzó a decirme cuando la voz se le rompió y el llanto se abrió paso.
Toda la angustia contenida en el viaje explotó en esa conversación. Estábamos de pie en una banqueta, justo en la entrada al resto de Europa. Irene se había aguantado las lágrimas hasta entonces, pero por fin habían escapado y estaban a salvo: era un sollozo de alivio y terror. ¿Qué pasaría ahora con ellos en un país desconocido? Cuando la vio llorar conmigo, su hijo de 8 años fue hacia ella y la abrazó de la cintura. Ningún abrazo como el de un hijo. Aquel niño se había hecho hombre en pocos días; su padre se quedó, como tantos más, a luchar contra los rusos.
La escena me conmovió ese día y me ha acompañado durante este año de guerra. ¿En dónde estarán ahora Irene y sus hijos? ¿Seguirán en Polonia o habrán vuelto a Ucrania? ¿Se habrán reencontrado con su esposo? No lo sé. Pero son las preguntas que pesan sobre cada una de las personas que han huido desde que las tropas de Vladimir Putin entraron a su país.
La invasión del Kremlin provocó la ola de refugiados más grande en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Hasta 8 millones de ucranianos se han esparcido por todo el continente. Cientos de miles se han ido incluso más lejos, a Estados Unidos, Canadá, Israel y otros países más. Millones más están desplazados dentro de Ucrania.
La crisis llevó a Europa a aplicar por primera vez la Directiva de Protección Temporal, que le otorga a los ciudadanos ucranianos derechos de trabajo y residencia por hasta tres años. De los cerca de 4 millones que se se han registrado en este programa, casi todos son mujeres y niños. Se evitan así el proceso de solicitud de asilo y esto alivia el sistema migratorio europeo, ya de por si al límite.
Fue una respuesta efectiva para una emergencia inmediata. Pero el problema será más complejo y de largo plazo. Es verdad que muchos de quienes escaparon de las bombas desean regresar cuanto antes a su hogar. Ahí en el invierno ucraniano, todas las madres refugiadas con las que platiqué me dijeron que estarían fuera solo temporalmente. “Slava Ukraini!” exclamaban con fuerza en ese frío atroz que lastimaba hasta los huesos. Gloria a Ucrania.
—Cuando ganemos la guerra a los rusos, —era la respuesta más común. —Entonces volveremos.
La mayoría pensaba que esto duraría poco. Pero eso fue hace un año. Hoy la historia es distinta. A Natasha Ivzhenko también la entrevisté cuando todo inició. Ella era maestra de español en Kiev antes de que la vida le cambara para siempre; habla el idioma con un acento perfecto. Huyó de los misiles rusos desde finales de marzo y ahora vive en España con sus hijos. Solo en agosto se acercó a la frontera de Ucrania para estar unos días con su esposo. Con ella sí pude intercambiar teléfono y hace poco le pregunté cómo está. “No sé lo que nos espera. Estaremos aquí por no sé cuánto tiempo más,” me dijo en un mensaje de audio. “Yo no puedo volver a Ucrania con mis hijos. Si los pierdo, ¿quién me los regresa? Como padre estoy segura de que me entiendes”.
A un año de la guerra, millones de refugiados viven en esa misma incertidumbre desesperada. Millones más están de duelo por la destrucción de su país y la muerte de los suyos. Pero Vladimir Putin no da marcha atrás. Esta semana dejó claro que llevará la batalla hasta el final y el conflicto podría impactar a toda una generación. Son días oscuros en la historia de la humanidad.