Después de mucho tiempo conseguí y pude leer el ensayo de Andrés Trapiello: Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939). El libro, publicado por primera vez en 1994 y reeditado y reescrito en 2019, parte de una pregunta de base: ¿cuál es la relación entre literatura y política? De ahí surgen, invariablemente, otras: ¿qué tan separadas, o tan unidas, están? ¿Puede la literatura ser un arma política? No por nada en un memorial para el general Franco, redactado desde París en 1939, el escritor José Ruiz Martínez, más conocido como “Azorín”, le advertía al militar: “Las naciones las hacen la espada y la pluma. La espada echa los cimientos y la pluma levanta el edificio”. Por supuesto, el futuro dictador no respondió, y ese silenció fue de suyo elocuente.
La guerra civil española fue detonada por una radicalización entre dos bandos (y sus múltiples ramificaciones) que arrastraron y encumbraron a sus respectivos escritores. La polarización no era exclusiva de España: durante las primeras tres décadas del siglo XX derechas e izquierdas desarrollaron procesos extremos: el comunismo y el fascismo, entre otros (sin olvidar el anarquismo). El país ibérico fue el campo de cultivo y el anticipo de la segunda confrontación mundial. Cada uno de los bandos pedía sangre y demandaba el ejercicio de las armas. La Segunda República se había instalado en 1931, luego de la dictadura de Primo de Ribera, y, en tres diferentes periodos, había tratado de modernizar y democratizar al país. El empeño fracasó y todo cambió en 1936, con el golpe de estado de julio y el consiguiente estallido de la guerra civil. La apuesta sería, en adelante, a todo o nada.
Trapiello se cuestiona, dentro de ese contexto, si los escritores fueron herramientas o protagonistas. No pretendió escribir un libro de historia, ni uno de crítica de literaria, sino una suerte de híbrido que describiera vida y obra: la literatura en la vida y la vida en la literatura. Lo que me resulta más interesante de este ensayo, es que, en sus páginas, se va desbrozando un territorio ignoto: el de un tercer espacio. Cuando una sociedad se polariza, los antagonistas intentan cubrir todo el espectro y borran a quienes no se decantan ni por un extremo ni por el otro: “Dicho de otra manera: o fascistas para conquistar el mundo o comunistas para someterlo. Se había acabado el tiempo para poder vivirlo. La tercera España empezaba su retirada”. ¿Qué sucedió, sin embargo, con los escritores que no se dejaron llevar por el canto de las sirenas y mantuvieron, a costa de grandes sacrificios, su criterio y su juicio por encima de todo?
Sabíamos de antemano que muchos de los miembros de la generación del 27 (Alberti, García Lorca, Bergamín, Cernuda) fueron simpatizantes de la República y varios militaron en los partidos más radicales (como el caso de Alberti); y que otros, como Ortega y Gasset, fueron más afines a la monarquía y a los bandos de derechas; y otros más, como Ernesto Giménez Caballero (fundador y director de la famosa Gaceta Literaria), eran abiertamente fascistas; y algunos más navegaron de un extremo a otro, como el viejo Unamuno. Y sabíamos también que durante los años álgidos de la contienda dejaron la creación y se lanzaron a la propaganda. A guisa de prueba queda el testimonio de revistas como Octubre (dirigida por Alberti) o El Mono Azul, que alentaban la lucha, y en donde se incluían secciones que enlistaban a escritores que debían “sacar a paseo” (es decir: que debían ser llevados al matadero por sus acciones o posturas ideológicas). Lo que no se sabía era la existencia de autores como Manuel Chávez Nogales o Clara Campoamor, quienes describieron el horror de la guerra y el sinsentido de la contienda y fueron por ello silenciados en ambos bandos y condenados al ostracismo literario.
Las armas y las letras se convierte, así, en una relectura de la historia literaria española, en una manera de cuestionar el canon y de rescate de obras injustamente olvidadas, como La revolución española vista por una republicana, de Campoamor, y A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, de Chávez Nogales. Y en lo personal, me confirma la necesidad de hacer visible ese tercer espacio en donde se ejercen dos de los más difíciles oficios literarios: la congruencia y la autocrítica.