La tarde del 14 de diciembre de 1970, José Agustín fue detenido en la casa del músico Salvador Rojo en Cuernavaca. Agustín y su esposa Margarita habían hecho escala ahí, procedentes de Acapulco, antes de arribar a su casa y departían con Rojo la poca mariguana que el escritor había traído del puerto en un pequeño tarro de leche condensada. De pronto, irrumpieron diez agentes de la Federal (liderados por el comandante Durazo, de infame memoria, y a quien años después conoceríamos como "El Negro") con armas automáticas. La escena podría haber sido descrita por Jorge Ibargüengoitia (¿recuerdan el inicio de Dos crímenes: "La historia que voy a contar empieza una noche en que la policía violó la Constitución"?). Lo que siguió fue una secuencia surrealista: traslado a la Procuraduría y remisión a los separos. Golpes, incomunicación y tergiversación de testimonios. La sensación de desconcierto crecía a cada hora. De consumidores se transformaron, gracias a la narrativa de la fiscalía, en traficantes y contrabandistas. Cuando, finalmente, José Agustín pudo contactar a su familia y a su abogado, éste le sugirió que se fuera resignando a pasar un tiempo en Lecumberri (la famosa cárcel porfirista cuyo diseño arquitectónico seguía el modelo de vigilancia conocido como panóptico: moderna forma de control a través de la visibilidad y la exposición permanente de los presos). Al escribir, en 1984, su estancia de ocho meses tras las rejas en El rock de la cárcel, vertiginoso y extraordinario relato testimonial, Agustín confesaba: "Todos los arrestados de la Procuraduría coincidían en afirmar que Lecumberri era el infierno. Me dediqué a escribir mi novela Se está haciendo tarde (final en laguna) en las bolsas de las tortas que me envió mi padre..."
Así comenzó la redacción de una de las novelas más importantes de la literatura moderna mexicana. En el llamado "Palacio Negro", el joven escritor experimentó la misma sensación que años antes Álvaro Mutis había descrito en su Diario de Lecumberri (1960): "El miedo de la cárcel, el miedo con polvoriento sabor a tezontle, a ladrillo centenario, a pólvora vieja, a bayoneta recién aceitada, a rata enferma..." Raparon su pelo al cero, lo uniformaron con harapos y lo metieron en la crujía H. Los días transcurrían entre el miedo y el sinsentido. La lectura del I Ching le había advertido que durante tres años no encontraría el camino. Poco a poco, sin embargo, José Agustín fue descubriendo formas de escapar a la desmesura de los sentidos, la principal fue "escribir mi novela, lo cual hice con una intensidad alucinante". Así, de las hojas sueltas pasó a un grueso cuaderno tamaño carta que fue llenando con letra minúscula. Luego, cuando podía, las transcribía en una máquina de escribir de la oficina de la crujía. Se está haciendo tarde... se condensa en cinco personajes que realizan un viaje geográfico y psicodélico por Acapulco y que son a la vez manifestaciones de la conciencia del escritor: Rafael, joven aprendiz de psíquico que deja el DF para vacacionar en el puerto con su amigo Virgilio, dealer acapulqueño y guía dantesco por el mundo de los alucinógenos. Ahí se juntan con dos veteranas turistas canadienses, Francine y Gladys, y el amigo gay de éstas: Paulhan.
Escribir en la cárcel suele ser una potente vía para redactar en libertad (esta revelación se la dio, con su ejemplo, otro compañero de prisión: José Revueltas). En uno de los monólogos de Rafael aparece, como un flashazo, la lucidez de un instante y el sinsentido del viaje: "Y es terrible, porque en verdad me impregna de una inquietud que me debilita; me dan ganas de tirarme a dormir, o dejarme ir, no pensar, no ver, que pase lo que ´pase: malvivir o ir muriendo paulatinamente, ir debilitándome, quedar exhausto de una vez para no tener que luchar contra algo desconocido, contra mí mismo, contra lo que desconozco de mí, todos esos mundos llenos de sombras aterradoras, pero también brillantez, luces deslumbrantes, fuegos incandescentes, renovándose al morir, abismos y cimas, acantilados sin fin".
Mientras el proceso judicial se movía y se atascaba en esa grotesca burocracia que todos conocemos, José Agustín permanecía en su celda tardes y noches completas. Estaba y no estaba preso, pues se sentía "bien instalado en los días brillantes de Acapulco. Me iba por completo. Me transfiguraba..." Su novela anunciaba el fin de una era: el viaje en la barca de Caronte que llevaba a la otra orilla, la que nos muestra el sinsentido de la realidad, pero también la lucidez del autoconocimiento.