Más allá de los graves vicios de constitucionalidad que adolece, la reforma electoral en curso (conocida como “Plan B”) no es ni necesaria, ni pertinente. Veamos.
El sistema electoral actual funciona bien, sin duda es mejorable (siempre lo será), pero cumple perfectamente con su función esencial: permitir que la renovación de los poderes públicos ocurra de manera periódica y pacífica, conforme a las reglas pactadas y a partir del respeto irrestricto de la voluntad ciudadana expresada en los votos.
Es el fruto de una larga evolución que, durante 45 años y luego de 8 grandes reformas electorales, fue resolviendo una serie de problemas que resultaban fundamentales para transformar en clave democrática a nuestro sistema político. Así, la apertura y efectiva inclusión de las minorías políticas en el sistema de partidos y en los órganos de representación política; la creación de un entramado institucional, de reglas y de procedimientos que inyectaran credibilidad y confianza a las elecciones; la generación de condiciones de equidad en la competencia y, finalmente, el establecimiento de criterios y procedimientos estandarizados y homogéneos en el modo en que se realizan los procesos electorales federales y los locales, fueron necesidades que las sucesivas reformas atendieron y resolvieron.
Los resultados están a la vista para quien quiera verlos: desde 2014 el INE ha organizado 330 procesos electorales y en ninguno ha ocurrido un conflicto postelectoral, en lo que constituye el periodo más largo de estabilidad política y gobernabilidad democrática en el ámbito de los comicios. Además, los resultados de esos procesos arrojan un índice de alternancia del 62% (llegando, en el caso de las gubernaturas, al 70%), lo que significa que en estos años, la posibilidad de que un partido que ganó una elección triunfe en los comicios siguientes es de apenas una entre tres. Y todas las fuerzas políticas sin excepción (unas más, unas menos), se han beneficiado de esa alternancia.
Es decir, nuestro sistema electoral es funcional y nos permitiría ir, sin ningún problema a las elecciones de 2024 (que serán en su momento las más grandes y, probablemente, complejas de nuestra historia) con las actuales reglas y procedimientos, con la certeza de que el INE arrojará cada vez mejores cuentas como ha ocurrido elección tras elección. En suma, una reforma al sistema electoral no es, en absoluto, necesaria.
Ahora bien, ¿es pertinente una reforma electoral en estos momentos? Lo primero que hay que decir es que, sin duda, éste no es el mejor momento para procesar una reforma refundacional como la que pretende la mayoría oficialista en el Congreso, pues estamos en la antesala de la elección de 2024 y aunque el proselitismo anticipado está prohibido, hay aspirantes que abiertamente se promueven ilegalmente de manera adelantada u otros que, al menos, ya están haciendo públicos sus anhelos de ser candidatos. No es una buena cosa cambiar las reglas del juego electoral cuando éste —aunque sea de manera informal o incluso ilegal—, para todos los efectos ya empezó. Las reglas deberían ser neutras y no sesgadas por alguna intencionalidad o favoritismo político, por eso no es bueno modificarlas cuando el juego que buscan regular ya está en curso.
Más allá de lo anterior, el cambio en las reglas, incluso en tiempos como los actuales podrían resultar pertinentes si se cumplen tres condiciones básicas: 1. Que haya un consenso entre todos los jugadores para hacer esas modificaciones; 2. Que los cambios sirvan para mejorar efectivamente el sistema electoral que se tiene y no para tener retrocesos, y 3. Que los cambios se hagan con base en información cierta y a partir de diagnósticos precisos y objetivos, no con base en filias o fobias. Me parece que ninguna de esas tres condiciones se cumple en la propuesta de reforma electoral que está por concretar el Congreso y eso es una muy mala y peligrosa noticia.
Consejero Presidente del INE