Lo más desolador que he visto en el oficio del periodismo es el desgarramiento de las madres buscadoras de desaparecidos. Su sufrimiento reflejado en miradas de abismo que no las abandonan ni un instante. Sus ensordecedores silencios. Sus pausas heladas para contener lágrimas necias que terminan por resbalar y se vuelven cascadas de dolor.
Durante dos décadas de cubrir zonas asoladas bajo los yugos del crimen organizado, nunca supe qué decirles a esas mujeres extraviadas, a esas mamás mutiladas. Nunca. Nunca supe descifrar lo que debía decirles. Sólo las escuchaba y las escuchaba para que me contaran las historias de sus desaparecidas, las narraciones de sus desaparecidos, que son sus propias desapariciones en vida.
Las miraba y las observaba con ternura, como si cada una de ellas fuera mi madre devastada por la ausencia permanente de una hija. En ocasiones tomaba entre mis manos una de sus manos temblorosas y las dejaba hablar y hablar. O llorar. Cuando empezaban a ahogarse en sollozos, a deshacerse en mil pedazos, ordenaba apagar las cámaras de televisión. Retomaban el aire, recuperaban el habla y las escuchaba largo tiempo. Palabras que arrancaban la piel. Soliloquios en voz alta, monólogos devastadores.
Tampoco es que yo tuviera mucho qué preguntarles. Qué le puedes preguntar a una madre que de día y de noche busca a su hija desaparecida, a su jovencísima hija levantada por algún comando, por una célula de sicarios. Qué le preguntas a una madre cercenada de esa manera. Qué le preguntas, más allá de pedirle con mucha delicadeza, con mucha empatía, tratando de sentir que se trata de tu propia hija, que te cuente cómo es ella, cómo es su hijita desaparecida. Preguntas poco y siempre en presente: nunca puedes preguntar en pasado porque en ese momento tu conjugación le clava a esa madre una puñalada en el corazón y otras dos en los pulmones. Jamás el pretérito, que la torturas, la matas.
A las madres de las desaparecidas les tienes que pedir que por favor te cuenten qué hace su hija los sábados, qué le gusta estudiar, a dónde quiere emigrar, quiénes son sus amigas, qué le gusta comer y postrear, a dónde suele pasear, qué series le gusta ver, qué lugares quiere conocer, qué bromas le gusta hacer, cómo ríe, qué le choca, qué música la pone a bailar y tararear, cómo es su voz. Cualquier cosa que haga sentir a la madre que su hija está viva.
A las madres de los desaparecidos les gusta pensar que sus ausentes están presentes en algún otro sitio, en un lugar remoto, y que en cualquier momento regresarán y tocarán a la puerta para sentarse a comer, o que al menos llamarán al teléfono móvil. Por eso no sueltan los celulares y los miran constantemente, porque siempre aguardan ese mensaje de WhatsApp que les anuncie la sobrevivencia de ese nombre a flor de piel que cada noche repiten entre rezos y oraciones. ¿Estás bien mijita, estás bien? Diosito.
¿Qué les dices a las madres de los desaparecidos? ¿Que ya no busquen a sus hijos, que ya no busquen sus restos porque las amenazan una y otra vez? ¿Que no persistan en olfatear la tierra a la búsqueda de los olores de la muerte? ¿Que cesen de excavar en fosas clandestinas porque los sicarios no tienen compasión y podrían matarlas o desaparecerlas a ellas mismas? ¿Qué les dices? ¿Que no anhelen un funeral para su hijo, ese rito que tal vez les dará un duelo emocional y quizá un poco de resignación?
Yo no voy a ser el que, con pedante e insensible tono intelectual, les diga a esas madres que no pacten con los capos y sicarios que desaparecieron a sus hijas, para que puedan encontrar sus cuerpos.
Yo no. Allá los santurrones del Estado de derecho.
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