Aunque este columnista ha tocado el tema en otras ocasiones, recientemente le surgió la duda de los costos actualizados que todos pagaremos por enviar a las oficinas de funcionarios de todas las secretarías e instancias públicas la fotografía oficial de la presidenta electa y su gabinete.
Se decía en el siglo XIX que era en la Ciudad de México donde comenzaban los malos ejemplos para el derroche gubernamental y sería precisamente aquí, donde el nada vanidoso Porfirio Díaz instauraría la costumbre de enviar su imagen en óleo o fotografía a las oficinas de sus subalternos.
Desde entonces, todo funcionario agradecido de su hueso mostraba su lealtad hacia el mandatario en turno, colocando su fotografía en la pared. Lo malo es que aquella tradición se extendió hasta al asistente del secretario del subdirector y, poco a poco, la lista de oficinas con fotos oficiales bellamente enmarcadas, tanto en la ciudad como en el resto del país se hizo monstruosa.
Aún con la cortina de censura que existía en el faraónico México de los años 60, un astuto reportero que escribió un artículo sobre un incipiente programa de actividades recreativas dirigidas a discapacitados, comparó cómo los fondos destinados a la iniciativa eran menores a lo que el gobierno gastaba en dotar de imágenes del presidente a las diversas instancias.
Aquello encendería la curiosidad de otros periodistas, quienes investigaron cuánto era el presupuesto asignado para aquel chistecito, quiénes eran los encargados de contratar al fotógrafo, imprimir, enmarcar, distribuir, etcétera. Pronto salieron a relucir los cálculos incómodos, y se supo que si se añadían los costos de los diversos estados y secretarias, donde ya proliferaba la costumbre de acompañar la imagen del Presidente de la República junto con otra del gobernador o funcionario mayor en turno, el derroche a nivel nacional era comparado con mantener un pequeño programa social.
Con la llegada del presidente Díaz Ordaz, el tema fue acallado por la mano dura prevaleciente, pero muchos recuerdan la imagen de docenas de fotos oficiales enmarcadas del expresidente Adolfo López Mateos, colocadas en cajones de basura, afuera de una dependencia gubernamental.
Aquello dio al traste con la versión de que se reutilizaban los marcos y otros aditamentos para sostener esta tradición oficial, y fue evidente que, aunque adornadas con pintura de oro y cubiertas con las más finas pieles y cristales, aquellas fotos estaban destinadas a terminar en los tiraderos del olvido, y a ser reemplazadas cada seis años con el dinero de nuestros impuestos.