(Primera entrega a guisa de celebración por su 70 aniversario)
Escritor poliédrico, Adolfo Castañón (México, 1952) se ha deslizado ágilmente de las montañas de la reflexión a los mares de la creación, realizando también el trayecto de vuelta: escalando de la imaginación al pensamiento. Su literatura conoce y domina el noble oficio de la edición (y digo con ello que posee una sólida dimensión crítica): ordena palabras e ideas con precisión, sabe colocarlas al interior de las páginas y ubicarlas en el exterior, en la tradición a la cual se adhieren y enriquecen. Recientemente ha sido distinguido con el Premio Nacional de Artes y Literatura, y su palmarés incluye también, entre otros, el Premio Internacional Alfonso Reyes, el Villaurrutia y el Mazatlán de Literatura. El reconocimiento, en este caso, viene aparejado de una virtud mayor: la constancia, el culto a la vocación. La devoción literaria de Alfonso Castañón abarca más campos que la lectura y la escritura. Mucho habría qué decir, por ejemplo, sobre su papel como editor y traductor. En resumen, esa condición poliédrica nos ofrece diversas caras o facetas, tanto como creador o como hacedor de libros. El país de su escritura es un territorio inmenso, imposible de recorrer en unas cuantas páginas. Me conformaré con trazar aquí algunos senderos. Después de todo, la literatura de viajes es el registro de una lectura heterodoxa, hecha en movimiento.
Encontramos la cuna de su formación literaria en los pasillos de la Biblioteca de la Secretaría de Hacienda (donde a la sazón trabajaba su padre) y en la mesa de redacción del Boletín Bibliográfico de dicha institución. Cuando, años después, el ensayista consagrado evoque su niñez, reconocerá sin ambages que para el pequeño Adolfo esos lugares “representaron espacios vivientes, indiscernibles de su educación y formación personal”. Sobre su padre, Jesús Castañón Rodríguez, nos confesará en esa misma remembranza que “amaba los libros”, y “siempre tenía uno en la mano; invariablemente llegaba de la calle a la casa, no con uno, sino con varios recién adquiridos. Vivía dentro de ellos y a su alrededor”. Todo estaba dispuesto desde entonces: el rapaz lector entretenía sus juegos en los pasillos del depósito de la Biblioteca en el Palacio Nacional; los libros serían su primera certeza, objetos tangibles y también misteriosos. A edad temprana supo apreciar las ediciones raras y venerar a los autores de culto. La palabra clásico adquirió para Castañón el valor de la mutabilidad y del crecimiento. Pero, sobre todo, lo hizo entender el vínculo entre los libros y la realidad, algo que a muchos les toma toda una vida.
En el espacio familiar se completaba la curiosidad libresca: las tertulias, convocadas y organizadas por el padre, le permitían al niño Adolfo testimoniar discusiones sobre la literatura mexicana del siglo XIX y la evocación a los viejos maestros: Ignacio Manuel Altamirano, Francisco Zarco, Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto. Tiempo después, los estudios profesionales de Letras se combinarían con esa robusta vocación previa. Prueba de esa conjunción armoniosa son las décadas dedicadas con fervor a la docencia y a la investigación que lo han colocado como uno de los principales estudiosos de la literatura mexicana; a pesar de eso, no podríamos catalogarlo solamente como académico, aunque lo sea por derecho propio. Adolfo Castañón ha mantenido las ventanas abiertas de las aulas para no enrarecer el ambiente claustrofóbico de los salones y, al mismo tiempo, ha llevado el saber libresco a los diarios y suplementos culturales.
Con estos datos, podemos imaginar al joven escritor creciendo como lector en uno de los periodos más fértiles de la literatura mexicana del siglo XX: el traslado de la década del sesenta a los años setenta, y que podríamos definir como el momento de su diversificación temática y formal. Esos agitados días no fueron de ruptura, como afirman muchos, sino de rearticulación de la actividad literaria. Su ingreso definitivo al mundo literario se dio en la sala de redacción de la revista Plural, aunque antes ya se había aventurado a lanzar una publicación periódica: Cave Canem, de cuya breve existencia quedan como vestigios los dos números aparecidos entre 1971 y 1972. Dejemos que él mismo nos cuente su experiencia: “A mediados de 1974 --unas semanas después de regresar del periodo aventurero que me llevó a Europa y Medio Oriente durante un año, con 500 dólares en el bolsillo--, un compañero de la Facultad, Armando Pereira, --hispano-guatemalteco y, por fin, mexicano-- me invitó a quedarme en lugar suyo en el puesto de corrector de la revista Plural, dirigida por Octavio Paz. Acepté pues mi soberbia era tan grande como mi vanidad y mi ambición”. Luego de corregir algunas galeras, conoció y se entrevistó con el director, en una suerte de ritual de ingreso. En la siguiente entrega veremos las consecuencias de este encuentro y la consolidación y madurez de su quehacer literario…