Piedras

Aristóteles creó el Liceo en el año 335 a. C., luego de regresar a Atenas proveniente de Macedonia

En un montículo escondido de Atenas (ciudad pletórica de sitios arqueológicos emblemáticos) se perciben con dificultad los restos de unos cimientos. Son apenas unos trazos que excavaciones recientes (de 1996) han dejado al descubierto. Líneas rectangulares que soportaban edificaciones sobrias: amplios salones que no cumplían exclusivamente funciones religiosas ni políticas, sino estudiantiles. Estoy en las ruinas del Liceo de Aristóteles. La escuela que el filósofo creó en "oposición" a la Academia de su maestro Platón. He dado con ella de manera fortuita: caminando sin rumbo fijo. El sol es implacable y no se asoma ninguna nube en el cielo. Los cerros de la ciudad, con sus abigarradas y serpenteantes calles, rodean el conjunto. Un impulso me obliga a entrar y comienzo el recorrido.

            Aristóteles creó el Liceo en el año 335 a. C., luego de regresar a Atenas proveniente de Macedonia, en donde se había desempeñado 5 años como mentor de Alejandro Magno. La circunstancia política, como podemos adivinar,  le favorecía y  gozaba en ese momento de poder y prestigio. Durante los siguientes 12 años enseñó en este lugar, denominado  así por estar ubicado junto al templo de  Apolo Licio.  Su metodología era, al mismo tiempo, rigurosa y heterogénea, enseñaba caminando (por tal motivo sus discípulos eran conocidos como peripatéticos). El Liceo contaba con una biblioteca, un amplio patio (donde se practicaban ejercicios y luchas), habitaciones  y varios jardines.

            Al caminar por estas ruinas no puedo evitar imaginar a los estudiantes moviéndose en ronda, mientras escuchan a su maestro. Los sentidos son fundamentales: la observación es el punto de partida. Mientras la Academia ponderaba a las matemáticas y el pensamiento abstracto, aquí en el Liceo se privilegiaba la experimentación. Todo se analizaba y se desmenuzaba. Incluida la literatura. Y, al recordar eso, mi emoción aumenta. Por estos senderos se leían y se discutían a los principales poetas. Pero junto al arrobamiento ante la belleza, venía aparejada la reflexión.  En estos jardines nacieron la crítica y la teoría de la literatura. Aquí dictó Aristóteles sus lecciones y redactó las notas de su Poética, es decir, fue el primero que definió ( y defendió) la función que la literatura cumplía (o debería cumplir) en la sociedad (la mímesis de la realidad): contar lo que podría suceder (ese reino de lo posible), en donde se proyectan y transmiten  todas las experiencias humanas.

            Estas son, entonces, para mí, ruinas literarias: los vestigios de una lectura portentosa que marcó el derrotero de la escritura y de las formas de leer durante más de 2 mil años. Busco, por un momento, refugio bajo la sombra de un árbol y me detengo a contemplar el conjunto. Me imagino como una suerte de arqueólogo: alguien que anda en pos de  los rastros de una lectura (ejercicio imposible: escribir imprime huellas palpables; leer deja marcas casi imperceptibles). Poso mis manos sobre las piedras y trato de escucharlas, de hacerlas hablar para que cuenten su testimonio.

            No muy lejos de aquí, la gente se arremolina para subir a la Acrópolis (yo lo hice también) y queda apabullada ante el Partenón o el  Erecteion. Estas escasas piedras, sin embargo,  me conmueven tanto como podrían hacerlo las Cariátides y sigo andando, como si fuera un alumno extemporáneo. El lugar sigue desierto. El Liceo fue cerrado en el año 529 d. C. por órdenes del emperador Justiniano (en una de las tantas crisis que han sufrido y seguirán sufriendo los estudios humanísticos). Salgo de ahí con la certeza de que sólo nos sobrevivirán las piedras: por suerte en ellas se puede resguardar la memoria y, por qué no, la imaginación.