Había pensado escribir este artículo sobre la muerte de Roberto Calasso, y, con ese propósito en mente, empecé a borronear algunas líneas. Como toda nota necrológica, el embrión del texto se basaba en un recuento de su obra y en mi experiencia de su lectura. Sin embargo, al poco tiempo de iniciar mi faena recibí la noticia funesta del fallecimiento de mi gran amigo de la juventud. Todo cambió. La percepción de la realidad se fragmentó, y apenas pude reconstruir la información básica: los tentáculos de la pandemia lo habían alcanzado. La tristeza me invadió y caí en la cuenta de que no iba a poder terminar el artículo de marras: demasiadas cosas se agolpaban en mi cabeza, innumerables recuerdos y emociones. La sensación de orfandad va creciendo conforme nos hacemos mayores y vamos perdiendo personas, tiempos y lugares queridos. Poco a poco nos vamos convirtiendo en náufragos del pasado y sólo algunos tablones de realidad quedan para poder asirnos de ellos. Recordé de pronto aquel título de la novela póstuma de Malcolm Lowry: Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, y no se me ocurrió mejor formar de titular estos renglones redactados a guisa de duelo.
En ese simbólico lugar sombrío, que parece abducirnos con la fuerza de un huracán, las imágenes desfilan de manera desordenada: nos veo a los dos, adolescentes, hablando sobre la vida, sentados al borde del camellón que dividía en dos la calle de su casa; suenan de fondo las canciones de Duncan Dhu que solíamos memorizar (todo el álbum “Autobiografía”, por ejemplo); luego desfilan, ante nuestra mirada, páginas amarillas de viejas revistas deportivas con los jugadores del campeonato del 86 (nos entretenemos leyendo sobre una gambeta el Abuelo Cruz, o un gol de Bahía); y después comentamos la secuela de Aliens (la primera que vimos en el cine y consideramos, desde entonces, como la mejor), o la trilogía de Mad Max que vimos en videocasetes piratas de Betamax; o tal vez planeamos alguna excursión al ojo de agua del cerro de Las Mitras (que años después quedaría sepultado debajo de casas y autopistas), o una escapada al centro de la ciudad trepados en uno de los viejos camiones azules de la Ruta 23. Entonces la percepción del tiempo y el espacio era distinta: nunca he podido volver a percibirla de la misma forma.
Al hablar de Kafka, Calasso sostenía que la obra del escritor checo introdujo la conmistión, o la mezcla de elementos diversos (y hasta opuestos): verbigracia: la metafísica se revolvía con la sordidez y a la inversa. Lo mismo acontece con la evocación de los amigos perdidos: todo se disuelve y se funde de nuevo. El pasado se vuelve presente, pero ya es otra cosa: una película sobrepuesta sobre los muros de edificios abandonados. El diálogo se transforma, entonces, en algo anacrónico, como si habláramos en sueños. Seguimos charlando con ellos en nuestra imaginación, mientras nos vamos volviendo más viejos y el recuerdo más difuso. Pero algo importante queda: una amistad en diferentes dimensiones.
Uno de los ensayos más celebre de Michel de Montaigne es aquel que trata de la amistad. Lo escribió en memoria de su gran amigo Étienne de La Boétie, muerto en 1563 y autor del célebre tratado: Discurso de la servidumbre voluntaria. Montaigne se preguntaba ahí por las características de la amistad, o, mejor dicho, se cuestionaba qué buscamos en un amigo: ¿alguien igual que nosotros? ¿Alguien mejor, cuya virtud nos ilumine, como preferían los clásicos? ¿Un guía o un cómplice? “La amistad -dice Montaigne- se goza en la medida que se desea, y no desmaya, sino que se nutre con el uso, porque es cosa espiritual y el alma con el uso se afina”. Yo encontré en mi amigo a alguien diferente a mí, que siguió sus propias pistas y trazó su propio rumbo (al igual que yo hice lo propio con el mío); y si alguien me preguntara por qué, entonces, fuimos amigos, respondería, como lo hizo Montaigne: “Porque él era él y yo era yo”. Nuestros caminos se separaron, como suele pasar en la vida adulta, y casi no quedó registro material de nuestra amistad (sólo alguna fotografía ajada y borrosa), y esas palabras e imágenes que ahora resuenan y se proyectan en mi mente. ¿Es suficiente la existencia de uno de los amigos para mantener una amistad? Voy a luchar porque así sea.