Me gusta esa vista de pájaro que te permite el viajar por las vías elevadas. Es una manera privilegiada de descubrir la ciudad donde has vivido toda tu vida, pero nunca recorrido completa, desconoces muchas de sus áreas fuera de tu circuito cotidiano. Me refiero a lo que permitía la Línea 12 del Metro. Aquella que abracé con entusiasmo como una forma cómoda, emocionante y distinta de transportarme a la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, precisamente en la intersección de dos delegaciones: Iztapalapa y Tláhuac, donde una escritora, sin más estudios formales que una licenciatura en biología y varios libros publicados, podía tener una fuente de trabajo en la licenciatura en Creación Literaria.
Llegar y partir en coche, no se diga en transporte público, antes de que construyeran el Metro hacia esa zona, era estar dispuesto a un largo trayecto, azaroso también, por la intrincada traza de las calles una vez que se abandonaba la avenida principal, por los muchos camiones de carga, y el tráfico en contraflujo que bloqueaba los accesos para tomar el atajo vía la calle del Árbol. Así que cuando se suspendió la Línea 12 en marzo del 2014 por trabajos de reparación, mi vida volvió al parapeto de lámina y tiempo invertido sin poder mirar el pico del águila del Ajusco cuando me sentaba en el costado norte, los volcanes en días de excepción o hacia el cerro colorado de tezontle, el Yuhualixqui, que anunciaba el pronto descenso en la estación Olivos. Desde lo alto podía ver el interior del panteón San Lorenzo Tezonco como una intromisión indebida. Ahí está la fosa de los no identificados en el sismo del 85. (Tal vez es ahora el triste destino de las víctimas del desplome del 3 de mayo.)
Uno reincide con lo que ama, uno confía cuando aquello que le produce bienestar y acompaña la cotidianidad con los brazos abiertos aparece de nuevo en el horizonte y ofrece un remedo de viaje en tren. Vencida caigo en sus brazos. Cuando bajo en la esquina de Olivos y Tláhuac es preciso tomar algún tipo de transporte para llegar al plantel. En la esquina hay un sujeto que cobra piso a los camiones y los peseros, ya no quiero ser testigo impotente de ello. Me huele a peligro. No estoy equivocada, en los camiones han asaltado estudiantes de la universidad; después matarán al que se defendió de los rateros al tomar el pesero frente al plantel. Observo si entre quienes esperan el camión hay estudiantes, que son la mayoría, e invito a algunos que reconozco a acompañarme en el taxi. Yo pago, les digo. Vivo mi ciudad: el extremo oriente.
El día del simulacro, antes del sismo del 2017, decido salir de mi casa después de la hora indicada. No quiero que me toque el ensayo a bordo del Metro y que nos detengan en cualquier lugar. De hecho, siempre late mi corazón en la parte subterránea del trayecto, tengo algo de claustrofobia, conforme desciendo las escaleras y me interno en la tierra pienso que puedo quedar atrapada, en cambio cuando salimos a la luz en Culhuacán me aligero: respiro. Pero el sismo del 19 de septiembre lo cambia todo. Reunidos en el estacionamiento del plantel observamos los últimos estertores del terremoto real en el balanceo de un largo poste. El rumor de las noticias corre entre los que estamos ahí, se habla de edificios caídos, y también que el Metro se ha detenido por la estación Nopalera (la que sigue de Olivos) y las personas no pueden bajar. No hay servicio tampoco. El foco amarillo del riesgo vuelve a aparecer y después de ese día en que me dan un aventón para volver a casa aterrada, le doy la espalda a la Línea Dorada. El aire libre y la vista de pájaro sobre el sur oriente que embellece el recorrido elevado me da miedo. Incluso alrededor de la universidad la violencia se ha recrudecido. Luego la pandemia nos pone en punto muerto y trabajamos sin trasladarnos.
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La imagen de la vía vencida y los vagones proyectados al abismo de la avenida Tláhuac el 3 de mayo me estruja. Es aterradora, violenta; se parece a las de los derrumbes del 85, del 2017, pero esta es inédita y proyecta a la estación Olivos por todo el mundo. Los flamantes vagones naranja sin vendedores ambulantes, limpios y cómodos son cajas de sepultura. Ahí está el Vips donde tantas veces comí antes de que surgieran comedores y loncherías alrededor de la universidad, que deben haber quebrado, desde ahí el desastre pudo mirarse. Cuando aquella inundación hizo eterno el regreso a casa de los que llegaron en coche a la universidad, oronda pensé en lo atinado de usar el Metro que me libraba del encharcamiento. El Metro me parecía poderoso entonces transportando a esa cantidad de gente todos los días a todas horas, o eso me hizo creer. Ahora es una bestia vencida sobre los autos desprevenidos, sobre el asombro de los que viven cerca. Y todos los deudos temiendo por los suyos en esa ruleta rusa que es viajar en cierto vagón a cierta hora sobre una vía de peligro anunciado, que requería cirugía mayor y una planificación más acertada para una ciudad sísmica y una construcción sobre terrenos que fueron lago.
La tragedia es indescriptible porque más allá de encontrar responsabilidades, los daños son irreversibles. Además de las vidas segadas, de los sobrevivientes afectados y las circunstancias y familias de cada uno trastornadas, la desconfianza hiere para siempre nuestra relación con la ciudad. La imagen es brutal, los vagones en picada forman una V que es un arma, un boomerang que se incrusta en el pecho. Y que como todo boomerang ha de volar de regreso para golpear.
Alguna vez se llamó Dorada. Hoy sabemos que es de bajo quilate. Y como el amante muerto, no nos la podremos quitar de la cabeza.