Tengo que reconocer que en esta aventura que nos permite el vivir una larga existencia, nunca deja uno de aprender. Hay que vivir para ver y hay que ver para creer, reza un antiguo adagio. Es verdad, nunca deja uno de sorprenderse por las nuevas circunstancias, los nuevos encuentros y la manera en que se devela el destino ante nuestros ojos.
Transcurrió mi infancia en una comunidad ubicada a más de 10 kilómetros de la cabecera municipal de Montemorelos. Los Arroyos se encuentra más cerca de General Terán que de Montemorelos; cuando viajábamos, tomábamos el tren en una estación que nos llevaba a la otra, y así de regreso.
Un poco más tarde, podíamos recorrer el trayecto a pie, pero era extenuante. Cuando finalmente llegábamos a la entrada de Montemorelos, en el cruce de la calle Libertad y el actual camino a Los Arroyos, caíamos rendidos, tirados en el suelo con los brazos en cruz y con la cara mirando al cielo. Recuperábamos fuerzas bajo la sombra de una anacua que allí había.
Era un árbol majestuoso, pero se secó. Contaba mi papá que, en un momento de desesperación, un campesino que pasaba por el lugar decidió terminar con su vida, suicidándose utilizando las frondosas ramas de la anacua. Hasta allí llegaron sus días sobre esta tierra, y también los días del árbol, que sin deberla ni temerla, vio palidecer sus fuerzas hasta que se secó inexplicablemente, porque estaba a las orillas de una acequia que por allí discurría.
De acuerdo con las memorias de mi mamá, María Luisa Moya Rodríguez, oriunda de la comunidad de Los Arroyos, el parto que me trajo a este mundo fue realizado en las incipientes instalaciones del Hospital y Sanatorio Montemorelos, hoy conocido como Hospital La Carlota.
Recuerdo que a los ocho años de edad sufrí un accidente que lastimó mi ojo izquierdo y requerí atención médica inmediata. Actualmente, La Carlota cuenta con un instituto especializado en temas de la visión. En aquel tiempo fue necesario que mis papás buscaran un oftalmólogo en la ciudad de Monterrey, obviamente elevando los costos de manera significativa.
Cada vez que mi mamá tenía un problema de salud y era necesario brindarle atención médica, ella siempre pedía que la lleváramos a consultar al hospital La Carlota. Mis hermanas menores también tuvieron la suerte de nacer en este nosocomio.
Terminé la secundaria y a los quince años la familia emigró hacia Monterrey. Nos desligamos completamente de Los Arroyos porque toda la familia nuclear se trasladó de manera inmediata. No hubo vuelta atrás.
Me integré como emigrante a la urbe de Monterrey y sentí que un mundo fascinante se abría ante mis ojos. Olvidé el rancho, la vida sencilla, el silencio y el ruido ensordecedor de las cigarras por las tardes de verano. Di vuelta a la página de manera clara y decidida, algo que mis hermanos mayores no lograron. Ellos habían vivido hasta adultos jóvenes en el campo; en la ciudad vestían con sombrero y botas, y el acento campirano los delataba constantemente.
Aunque la familia heredó tierras de aquellos lugares, nunca sentí interés genuino por regresar a la vida del campo. Mis recuerdos de aquellos años son de una vida dura, de gran esfuerzo, penurias, incertidumbre por lograr aspectos básicos que permitieran la subsistencia cotidiana. La vida citadina se volvió mil veces más cómoda.
Transcurrió el tiempo, las generaciones pasaron, y ahora, por casualidad del destino, mi nieta mayor, la figlia Estefany, médica y estudiante de la especialidad en medicina interna, es asignada para realizar su servicio social en un hospital ubicado en Montemorelos.
Los temas que me platica sobre su experiencia profesional en ese nosocomio me resultaron interesantes y me llevaron a reconsiderar mi postura ante mis raíces. Ahora reconozco que las olvidé; me ocurrió lo que le sucede a muchos migrantes: se incorporan a una nueva sociedad, se desarrollan y realizan en ese nuevo contexto, y finalmente el desarraigo de sus orígenes viene añadido de manera natural.
Lo que la figlia Estefany me comenta es maravilloso. Ella está descubriendo Montemorelos desde una postura profesional y desde la óptica social de la medicina, entendiendo cuáles son las características sociales, económicas y culturales del contexto de sus pacientes.
Algunas de estas características me sorprenden porque no llegué, en mis quince años viviendo en esa localidad, a identificar de manera clara, y ahora mi figlia me lo describe de manera precisa.
Montemorelos tiene una población que ha emigrado no solo hacia Monterrey, sino principalmente a los Estados Unidos, por lo que la atención médica se les brinda mientras los pacientes regresan al otro lado y se atienden en algún hospital texano o en otro estado de la unión americana.
Las mordeduras por perros a transeúntes son frecuentes, por lo que hay que extremar precauciones al recorrer las calles y, sobre todo, los caminos colindantes donde los perros guardianes escapan de las fincas y atacan.
Pero lo que más sorprendió a la doctora Estefany fue la riqueza cultural en cuanto a diversidad religiosa. "Para la gente es muy importante la religión", me contó de manera entusiasta. Aunque el hospital donde ella reside es del estado, la influencia de los médicos de La Carlota es visible. Los valores y las creencias religiosas emergen por doquier; simplemente los principios de una vida saludable sustentados por la Iglesia Adventista del Séptimo Día se hacen presentes en la oferta alimenticia que les ofrecen a los médicos internos: ¿Menú normal o menú vegetariano?
Los sábados la ciudad se paraliza; los comercios cerrados, obviamente aquellos vinculados con la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Además, la mayoría de la gente es muy amable, con espíritu de servicio y humildad, algo que no se ve de manera tan clara en ciudades grandes como Monterrey.
La carretera Monterrey-Montemorelos se encuentra en buen estado y es relativamente segura; se puede viajar por la noche y son cortos los tramos donde está deshabitado y se muestra aislado.
"Montemorelos es la Nueva Jerusalén neoleonesa", con esta frase la figlia Estefany sintetizó la pasión religiosa de una parte significativa de la población montemorelense, lo que me lleva a pensar que se trata de una comunidad tradicionalista, orientada en valores hacia la familia, con poca tolerancia hacia la diversidad y apegada más a la identidad tradicionalista que a las nuevas identidades emergentes que se observan con mayor intensidad en una ciudad como la de Monterrey.
Pero esto es solo una hipótesis que requiere trabajo etnográfico de campo. Le prometí a la figlia Estefany acompañarla en esta aventura por conocer más sobre el terruño que me vio nacer y crecer, para redescubrirlo y comprenderlo mejor.