La inseguridad es la vivencia más profunda que está marcando a las actuales generaciones de mexicanos. El fin de sexenio es sintomático de la ineficacia del gobierno, en sus tres órdenes, para enfrentar una problemática compleja que agobia a los habitantes de este bello país.
Mi mamma, María Luisa (que en paz descanse), era muy creyente, y para mí eso era sinónimo de superstición. Por ejemplo, cuando el calendario marcaba viernes 13, ella suspendía sus actividades, expectante de que algo malo sucediera. Se angustiaba de que sus figlios no tomaran en cuenta los posibles riesgos de ignorar este claro signo con augurios diversos, no necesariamente catastróficos, pero sí significativos en cuanto a consecuencias.
En lo personal, no solía recordar o tener presente esta fecha. Solo entendía, según la masonería, que surgió en el imaginario medieval tras la traición del rey de Francia, Felipe IV "El Hermoso", y el papa Clemente V contra la Orden de los Templarios en 1307.
Así, el viernes 13 permanecía en mi memoria remota sin mayores aspavientos, hasta que se marcó nuevamente en el calendario de manera reciente, siendo la fecha exacta: viernes 13 de septiembre del 2024.
Ese día, acudí con mi chofer, a primera hora, a un restaurante ubicado al sur de la ciudad. Me acompañaban viejos y buenos amicis con quienes solíamos reunirnos una o dos veces al mes para conversar y compartir un buen almuerzo.
Después de disfrutar un machacado estilo mexicano, saboreaba un café americano sin azúcar. A mis XCII años, evito el uso de endulzantes de manera tajante. Antes de terminar la taza, recibí una llamada de la figlia Estefanía. Me sorprendió, pues a esa hora generalmente está ocupada en sus labores como médica hospitalaria.
"¡Nonno, estoy aquí en el Hospital General de Montemorelos! Hay un convoy de siete camionetas con ocho o diez sicarios cada una, armados con rifles de alto poder." A mi edad, pocas cosas me asustan, pero en ese momento realmente me preocupé. Le sugerí de inmediato que llamara a la policía estatal (Fuerza Civil) o a la Guardia Nacional, a lo que me contestó tajante: "¡No responden los teléfonos! Nos han dejado solos. Ya atacaron a la policía local, quemaron los vehículos y no se sabe del paradero de dos agentes."
No pude evitar recordar que era viernes 13, pero obviamente no se lo comenté. No sabía qué más decirle, salvo que se resguardara lo mejor posible. "Le dispararon a una enfermera y está herida..."
En ese momento, como en mis mejores días de joven irreverente y comunista, me llené de ira. Me levanté de golpe, maldiciendo a los cuatro vientos al presidente del país. La mesa enmudeció, mis amicis cesaron la conversación. Los interrumpí de manera estrepitosa e involuntaria, y me observaron con asombro e incredulidad. Yo, maldiciendo a nuestro venerado líder político, pero fue un acto inconsciente, reflejo de mi desesperación crónica por la inacción del gobierno contra los delincuentes, que ya no pude contener.
No solo en Sinaloa, Chiapas, Michoacán, Zacatecas, Sonora o Tamaulipas. Ahora también en Nuevo León, los criminales armados hasta los dientes se desplazan en plena mañana, amedrentando a la población y dejando una estela de muerte a su paso. Entraron por Linares, mataron gente, dispararon al aire en Gualaguises, y luego en General Terán desaparecieron a dos valientes uniformados. En Montemorelos, hirieron a una enfermera, y tomaron el boulevard Capitán Alonso de León en dirección al cuartel de la Guardia Nacional, donde detonaron sus armas calibre 50 milímetros. Los guardias se hicieron ojo de hormiga, escondiéndose aterrorizados. Después, los sicarios continuaron impunes hacia Allende. En el entronque con Los Rayones, arrojaron ponchallantas, bloquearon la carretera y prendieron fuego a vehículos, mientras celebraban su impunidad. Ni la policía estatal ni la Guardia Nacional aparecieron ese día, ni en los siguientes. Estaban muertos de miedo en sus cuarteles.
Mi mamma decía que mi ombligo está enterrado debajo de un naranjo en la Hacienda de la Carlota. Soy orgullosamente oriundo de Montemorelos, y me duele que ocurran estas situaciones en mi tierra natal. Por experiencia sé que los policías son valientes. Mi frater mayor, Héctor (que en paz descanse), fue egresado de la primera generación de la Academia de Policía del Estado de Nuevo León. No le tenía miedo a nada ni a nadie. Estoy seguro de que los actuales policías poseen el mismo espíritu, pero sus jefes, los políticos, son miedosos e irresponsables. Prefieren no cumplir con el deber constitucional de brindar seguridad, abandonando a la población a su suerte.
¡Si los gobernantes no pueden con la inseguridad, que renuncien! No los necesitamos, solo estorban. Los cuerpos de seguridad son competentes, pero los políticos que ocupan los cargos de mando son verdaderamente pusilánimes.
La figlia Estefanía se comunicó horas después, diciendo que, por la inseguridad y por indicaciones de las autoridades médicas, debía dejar temporalmente el hospital para regresar a Monterrey. Me explicó que el sábado por la mañana llegaría una escolta especial para acompañarlos. Todo fue una ilusión más, una promesa incumplida. Nunca llegó ninguna autoridad. Los médicos regresaron solos, reflejando el desamparo de la población frente a los criminales, con un gobierno irresponsable, omiso y desleal a sus obligaciones constitucionales.