Al inicio del presente siglo, se planteó como uno de los retos más importantes: la migración. Ese ejercicio prospectivo y futurista no logró identificar la magnitud social del fenómeno en ciernes. Hoy, a más de dos décadas de esa predicción, constatamos que estamos ante una crisis humanitaria de dimensiones gigantescas que sólo nos permite anticipar la posibilidad de una catástrofe inevitable e inminente.
El carácter catastrófico del fenómeno emergente actual se puede anticipar debido a la enorme demanda de asilo y refugio en las fronteras, especialmente la de México y los Estados Unidos, que sobrepasa las posibilidades de respuesta institucional por parte de las autoridades migratorias.
El gobierno norteamericano indica que procesa mil solicitudes diariamente, aunque debido al funcionamiento ineficiente de la burocracia implicada, probablemente sean menos, se estima unas 700 solicitudes.
El gobierno mexicano está sobrepasado en todas sus capacidades de respuesta posible. No posee un plan migratorio efectivo, las políticas han sido contradictorias debido a que dependen del vaivén diplomático vigente con las autoridades norteamericanas, pero esta relación es incierta, de repente se alinea, luego se desalinea. Esto se traduce en inacción gubernamental que permite a los migrantes desplazarse sin entorpecer este flujo, luego, de manera alterna, surgen los obstáculos con la Guardia Nacional y hasta el Ejército.
Si los esfuerzos del instituto migratorio mexicano han sido caóticos, la delincuencia organizada ha transitado en sentido opuesto, es decir, ha eficientado sus acciones para controlar el flujo migratorio y expoliar sistemáticamente a quienes tienen el valor de cruzar el territorio mexicano.
El presidente mexicano ha llamado a los migrantes mexicanos: "héroes"; hoy en día, podemos actualizar esta idea, considerando que aquellos connacionales así como extranjeros que se atreven a cruzar México para llegar a la frontera norte, son: "héroes" suicidas y anónimos. El primer adjetivo por el alto riesgo que corren en su travesía, el segundo, porque su victimización en la mayoría de los casos es silenciosa. Solo ellos saben del dolor que viven en carne propia y sus seres queridos.
A veces nos preguntamos si el riesgo fatal que viven vale la pena, seguramente esta es una pregunta que se hacen a diario los mismos migrantes, especialmente, cuando la integridad de sus hijos e hijas está en juego. Algunos viajan con la familia, puedo imaginar el terror que pueden sentir los pequeños al observar a sus padres tan vulnerables, quienes se supone deben protegerlos, y escuchar historias de terror donde otros compañeros de viaje han sido víctimas de los grupos delincuenciales. Estoy seguro que esos niños y niñas migrantes obligados, saben del peligro en que se encuentran, por más que los padres quieran disfrazar la realidad que viven.
La migración se ha vuelto un proceso traumático innegable. Cuando esos pequeños crezcan como ciudadanos en un nuevo país, que pase el tiempo que es imparable, y que tengan hijos y luego nietos que hablarán otro idioma, seguramente compartirán estas historias, y sus descendientes tomarán conciencia del riesgo y terror que vivieron para lograr llegar a la tierra prometida.
Por experiencia propia, al ser parte del movimiento migratorio interno que se vivió en nuestro país a mediados del siglo XX, puedo responder con certidumbre que los beneficios que aporta la migración a largo plazo, son incuestionables. Mis padres, hermanos y hermanas, todos prosperamos después de llegar a Monterrey. En Montemorelos, en aquel tiempo, las oportunidades eran limitadas, había más desigualdad y discriminación clasista.
El mecanismo de movilidad social que encontramos en la capital de Nuevo León, nos abrió las puertas para ascender a la clase media, algo que era difícil si permanecíamos en San Agustín de Los Arroyos. Un ejemplo muy claro: si nos quedábamos era imposible terminar la primaria, sólo había hasta 4to grado.
La gran diferencia entre la migración interna que nos tocó vivir como familia del campo a la ciudad, y el actual movimiento migratorio, es simplemente incomparable. Nosotros no pusimos la vida en un hilo para llegar a Monterrey, simplemente tomamos el tren que venía de Tampico y llegamos a la estación Colón, después nos fuimos adaptando y comenzamos a estudiar y trabajar. En la migración internacional actual, los migrantes cruzan un territorio mexicano hostil, los que sobreviven se arrojan al cauce peligrosísimo del Río Bravo y, de aquel lado, los esperan autoridades racistas e intolerantes. Me parece un verdadero suplicio.
Una vez completada la travesía, al residir permanentemente en otro territorio, viene el sentimiento de desarraigo: estar lejos y extrañar la tierra donde nacimos. En mi caso, al emigrar toda la familia, realmente dejamos atrás las raíces de tajo, además, veníamos huyendo de la violencia social propia del ámbito rural, donde las viejas rencillas, entre familiares o vecinos, en ocasiones se convertían en homicidios.
Durante mi vida laboral hiper agitada, nunca eché de menos al campo, me desligué completamente de la belleza propia de ese tipo de vida. Mis hermanos mayores batallaron más, su identidad era rural y así lo expresaban cotidianamente, vestían como vaqueros: sombrero, botas, hebilla, chaqueta norteña de piel. Este fenómeno social se conoció como Urban cowboys; no les causaba ningún conflicto vestir estilo campirano y vivir estilo citadino.
Ahora que estoy retirado, mi linda esposa, María Luisa, desea que regresemos al terruño pueblerino donde ella nació y vivió su infancia. Me convenció y compramos una casita en la merced de Santa Fe, lejos de Monterrey, al norte, allá por la Sierra de Gomas. Santa Fe no es un pueblo fantasma aunque lo parezca; viven allí unas 20 o 30 familias, la mayoría familiares o sus descendientes. El lugar tiene noria propia comunitaria, acequias, nogales, aguacates, membrillos, granadas. Se puede disfrutar las estrellas de noche, respirar aire puro, escuchar los gallos cantar al alba, observar cómo decenas de ranas escapan momentáneamente del río, pero sobre todo, caminar y recorrer sus caminos de tierra, literalmente polvorientos.
Uno nunca sabe, tal vez, estemos ante un fenómeno de migración inversa, donde recorremos el sentido invertido de la experiencia original; si hace décadas nos movimos del campo a la ciudad, hoy anhelamos lo contrario, buscando restaurar esa paz originaria que nos brinda el estar cerca de la naturaleza y la tierra que nos vio crecer.