Busco en Madrid la casa donde Alfonso Reyes pasó algunos años, durante su larga estancia en esta ciudad. Había llegado a España en 1914, huyendo, desde Francia, de la gran guerra y de otros fantasmas que lo asechaban desde su salida de México un año antes. Su piso estaba en la calle General Pardiñas, número 32; y no es difícil llegar si se consulta un mapa, basta caminar algunas cuadras y alejarse un poco del centro bullicioso. El edificio sobrevive y se levanta, sobrio, a mitad de la manzana. Ahora hay algunos negocios de comida rápida en la planta baja. Busco alguna señal, algún indicio. No encuentro nada. Ningún letrero testimonia su paso por estos lares (en contraste con la abundante señalética del Barrio de las Letras), la fachada sólo exhibe una placa que afirma que el poeta rumano Alejandro Busuioceanu vivió ahí de 1945 a 1961.Inmediatamente hago una asociación algo abrupta y apresurada. No conozco la obra del rumano, pero descubro que también llegó aquí huyendo de la violencia y el sinsentido de la guerra. Dos escritores, de latitudes y lenguas diferentes, compartieron a destiempo el mismo techo y añoraron lugares y seres perdidos. Las casas guardan, silenciosas, los goces y penares de sus habitantes. Nada queda después, salvo el recuerdo, algunas fotografías y pocas páginas.
Mentiría si dijera que no queda rastro del tránsito de Reyes por esta ciudad. Existe una placa en otra de las casas que habitó en la capital española (la de la calle Serrano, cuando ya era miembro del servicio diplomático mexicano). Pero ese letrero es resultado de un gesto político y no literario. Tal vez por eso, decidí visitar esta otra casa. En este piso, Reyes comenzó a rehacer su vida, a pergeñar cuartillas para venderlas en los diarios madrileños y poder sobrevivir: una de sus primeras adquisiciones fue un costal de papas para que su familia sobreviviera el invierno. Desde su ventana contemplaba a la ciudad, pero su mente buscaba un paisaje más lejano, allende el Atlántico. “Yo he venido, como Ruiz de Alarcón, a pretender en corte, a ver si me gano la vida”, apuntó en su Diario al llegar a Madrid. Al igual que el dramaturgo novohispano, buscaba hacerse de un nombre en el ambiente literario español. Y para ello, observó y escuchó todo; caminó la ciudad y padeció sus males y gozó sus fiestas y vendimias. “Los gritos de la calle contienen en potencia a una ciudad”, afirmó en uno de sus libros más emblemáticos: Cartones de Madrid (1917). En las voces roncas de las vendedoras madrileñas, Reyes creía reconocer ecos de las calles de Monterrey. Y seguramente en más de una ocasión se sentó a llorar por el país perdido en alguna banca del Parque del Retiro.
Esos años de escritura incesante, de faenas periodísticas y de empeños editoriales se fueron materializando en libros que Reyes armaba y confeccionaba como cartas para los amigos perdidos, y enviaba al otro lado del océano para que no lo olvidaran sus seres queridos. “¿Necesito explicaros que sólo he querido reunir, en este cuaderno, esos primeros prejuicios de la retina, esos primeros y elementales aspectos que atraen a los ojos del viajero?” Esos prejuicios de la retina dieron color y forma a los cartones madrileños que escribió el autor regiomontano con gran agilidad.
Me alejo del edificio de Pardiñas e intento poner atención a las voces y sonidos de la calle. Ahora las grandes ciudades guardan y reproducen ruidos y gritos de un sistema de vida que tiende cada vez más hacia la homogenización: la gente habla por sus celulares, o se concentra en revisar sus redes y camina en permanente soliloquio. Yo mismo busco en mi teléfono la forma más rápida de regresar a mi habitación de hotel.