El respeto y alta aprobación pública que tienen en México las fuerzas armadas son bienes muy bien ganados por la institución. Ese activo histórico les viene de un Ejército que no cayó en las tentaciones de los sudamericanos en los 60 y 70, cuando se hicieron del poder político mediante golpes de Estado.
Como institución, el Ejército tuvo poco presupuesto hasta el año 2000, consolidando una imagen con dimensión pacífica y antibelicista, con acotado poder de fuego y limitación de combustibles y una organización por zonas militares que equilibran a los mandos y hacen casi imposible cualquier brote o tentación golpista.
Contrariamente a lo que declaraba al principio de su gobierno cuando llegó a sugerir la desaparición del Ejército, el presidente sigue ampliando los alcances militares en espacios administrativos que no corresponden a tareas de seguridad nacional. ¿Es esto consecuencia de la falta de resultados de la administración pública o estamos ante una demolición decidida hasta dejar al gobierno sin estructura administrativa y llevarlo al ámbito militar con un presidente que cuenta con facultades de comandante supremo?
Aun sin respuesta clara, las recientes declaraciones del secretario de Gobernación, al afirmar que un militar puede ser candidato y presidente de la República encienden los ánimos por el posible surgimiento de militares dispuestos a buscar el poder mediante el sufragio. Lo dicho por el titular de Gobernación anticipa por lo pronto, otra colisión con el marco legal: si un militar en retiro sigue —según la ley— bajo el mando del secretario, un militar-candidato presidencial ¿deberá obediencia a su secretario?
Desde 1940, los militares han sido formados para respaldar la democracia, no para gobernar. El diálogo, el debate, los consensos y el ejercicio de la política en general no les están permitidos por las leyes, al grado que ejercer esos derechos se considera contrario y opuesto a los deberes y quehaceres militares. Basta ver al respecto el artículo 129 constitucional, el 17 de la ley de disciplina del Ejército y fuerza aérea; el 28, 31, 42 y 92 del reglamento general de deberes militares y el 174 de la Ley Orgánica del Ejército, entre otros.
Si al Presidente —en su habitual y quizá único eje político interpretativo de “ganar o perder”— le estorban la Constitución y las leyes, debería ser más consciente de que su principal responsabilidad histórica como servidor público será apegarse a la Constitución para no equivocarse.
Es notable registrar el reciente discurso del secretario de la Defensa en Chapultepec al reiterar obediencia a su comandante supremo, el presidente de la República. Si en un futuro el Ejército es motivo de investigación por el desempeño en aduanas, AIFA, Tren Maya, Dos Bocas, Migración, Guardia Nacional, o en áreas de inteligencia, salud, turismo, etc., se colige que será inherente a la responsabilidad del comandante supremo.
En el sexenio de Vicente Fox la investigación por los trances dolorosos del 68 y el 71 empezó con su comandante supremo el expresidente Echeverría.
Inmerso en la militarización y después de cuatro años de demoler instituciones, el gobierno se enfila contra el INE como árbitro electoral ciudadanizado. Si logra sus fines habrá logrado romper toda transición democrática, reconstruyendo un régimen de partido de Estado, con poderes centralizados, un gobierno de espalda a normas de transparencia y de rendición de cuentas y sin apego a las normas electorales
En una autocracia populista, lo más lamentable es que el Ejército pueda seguir diluyéndose en la ruta de una degradación paulatina hasta ser quizá demolido como otras instituciones.
Si arrecian los principales señalamientos críticos al Ejército, será por declarar absoluta obediencia al Presidente, cuando debería serlo tan explícitamente hacia la Constitución. No hay espacio para desviaciones cuando solo es aceptable la obediencia legítima, única respaldada en la ley.
Notario, ex Procurador General de la República