En estos días se cumplieron trece años de la quiebra de un banco de inversión norteamericano con 158 años de antigüedad, Lehman Brothers. La génesis de su debacle fue una multidimensional burbuja hipotecaria, cuyos destacados precursores fueron las laxas prácticas crediticias y la inobservancia de la ética en el gobierno corporativo. Su colapso provocó una pérdida de confianza en espiral, primeramente, en los mercados estadounidenses y, acto seguido, en mercados financieros globales, dando origen a la peor crisis hipotecaria que el mundo hubiese conocido hasta el 2008. El efecto dominó fue tal, que algunos países no se habían recuperado del todo cuando les llovió sobre mojado con el arribo del COVID-19.
Sin duda la historia se repite y ahora el mundo atestigua cómo la temperatura del cráter de un nuevo volcán financiero comienza a elevarse con el incumplimiento del pago del servicio de la deuda del desarrollador de vivienda más apalancado del mundo. Evergrande, “el gran rinoceronte gris”, es un desarrollador chino con un pasivo superior a los USD$300 millardos, equiparable al Producto Interno Bruto (PIB) de Colombia y más del doble de la deuda de PEMEX. Naturalmente hay nerviosismo en los mercados ante la posibilidad de contagio a otras inmobiliarias nacionales y por el riesgo de que se convierta en la punta del iceberg de una segunda crisis financiera global, pero ahora, con características chinas.
La citada empresa inmobiliaria con sede en Shenzhen, la más grande del mundo, ocupa directamente a 200,000 trabajadores y otros 3.8 millones de empleos dependen indirectamente de ella. Fue fundada en 1996 por Xu Jianyin quien, después de Jack Ma, dueño de Alibaba, ostenta la segunda mayor riqueza personal en su país y es dueño del habitual equipo campeón de futbol nacional, Guangzhou Evergrande. El punto es que la desarrolladora de vivienda ha sido pieza clave de un desorbitado auge constructivo que ha hecho del mercado inmobiliario, considerando el ingreso promedio de los chinos, uno de lo menos asequibles del mundo.
La historia se pudiera contar someramente a partir de 1980 cuando el gobierno chino impulsó el mercado inmobiliario bajo el eslogan de “prosperidad común” provocando que la población urbana creciera de uno a dos tercios del total nacional. El mapa de ruta constructivo contempló un crecimiento de 10 millones de personas mudándose a las grandes urbes por año. Al igual que en EUA previo a la crisis hipotecaria, existía en China una creencia generalizada de que los precios de las viviendas solo subían y nunca bajaban.
La bandera amarilla cayó en el terreno de juego inmobiliario cuando en junio, como consecuencia del afamado COVID-19, los precios bajaron 20% con respecto al primer trimestre 2021. Ahora bien, la caída del valor de la vivienda ha tomado a Evergrande “con los dedos en medio de la puerta” pues su ambición la llevó a sufragar con deuda su diversificación en empresas agroalimentarias, de seguros, de autos eléctricos, la construcción de un archipiélago al estilo de Dubai en la costa de Hainan y hasta parques de diversiones. Hoy en día hay más de 1.5 millones de chinos esperando en vano la entrega de su casa.
El efecto es que la empresa ha perdido en lo que va del año el 70% de su valor y el gobierno ha puesto límites en su capacidad de endeudamiento. Esto es una peligrosa señal de alerta para China donde la industria inmobiliaria aporta el 15% del PIB nacional, participa con el 27% de los préstamos totales y sus constructoras acumulan un gigantesco pasivo superior a los USD$5 billones, cinco tantos la economía de México. El gobierno chino está reaccionando restringiendo la venta de vivienda solo a quien puede probar que ha sido residente de alguna provincia por al menos dos años y prohibiendo la venta de las mismas antes de cinco años de haber sido adquiridas. Igualmente, ha limitado la compra de vivienda nueva a una por familia y vedando el divorcio con como opción para comprar una segunda.
Nadie tiene una bola de cristal que permita ver el futuro. Si Evergrande comienza a rematar sus viviendas con tal de obtener la necesaria liquidez para hacer frente a sus compromisos financieros, podría reventar la burbuja inmobiliaria china. Dicha pompa emitiría un ubicuo gas afectando a otros sectores y naciones por igual. Para el mundo eso sería financieramente calamitoso y para el gigante asiático, moralmente vergonzoso y deshonroso. Otra opción sería que el gobierno de Pekín, a la luz de la reelección del siguiente año del presidente Xi Jinping, decida intervenir a la empresa y asumir el cuantioso pasivo. Claro está, pudiera ser que otras compañías liadas quieran sumarse a la fila y esperar el mismo trato.
Este asunto ha despertado un debate internacional sobre la fortaleza de China como potencia económica y puesto en evidencia su fragilidad para llegar a ser el país de mayor influencia en el mundo. Por tanto, aves de mal agüero como el New York Times predicen que el colapso de Evergrande podría reducir el PIB de China en USD$350,000 millones el siguiente año. A pesar de que en números porcentuales esa caída apenas alcanzaría un 2.5% de su PIB, sería la primera vez que la actual segunda mayor economía del mundo tuviera un decrecimiento en más de 40 años.
Parece que el gobierno chino ha encontrado una bifurcación: o reconoce un efecto Lehman con epicentro chino o rescata a Evergrande a través de su banco central. Apuesto doble contra sencillo a la segunda alternativa. ¿Quién da más?