El mes pasado un reportaje de CNN sacudió al mundo al afirmar que en Japón, solo en el mes de octubre se suicidaron más personas que el número total de muertes acumuladas por COVID-19. Claro, históricamente la nación del sol naciente siempre ha ocupado el deshonroso primer lugar mundial en suicidios, pero este 2020 se incrementó significativamente. De hecho, entre los países del G-7, la nación del sushi, es el único donde la primera causa de muerte entre jóvenes de 15 a 39 años es el suicidio. Volviendo al año en curso, uno pensaría que el fatal disparador fue el desempleo provocado por el cierre de los medios de producción, pero Japón fue de los pocos países donde la pandemia no obligó a detener la economía. Entonces, ¿Cuál fue la causa subyacente?
Entre los principales motivos deletreados fueron las largas horas de trabajo, la presión escolar, el aislamiento social y un estigma cultural donde es mal visto reconocer públicamente la necesidad de ayuda sicológica. Es un hecho, la expectativa social de comportarse correctamente es considerable y produce ansiedad y desesperanza, pero bajo ningún pretexto justifica acabar con la propia vida. Aunado al estrés cotidiano, durante la pandemia se dio un suceso particular que provocó una reacción en cadena: la muerte auto infligida de reconocidos y exitosos artistas. Pero, ¿qué no se supone que estos íconos, idealizados por los medios de comunicación, tenían popularidad, prestigio, lujos y dinero en abundancia? Obviamente la fama y la riqueza no fueron suficientes para evitar que se sintieran insatisfechos e infelices, quizás hubo un sentimiento desgarrador y macabro que los hizo pensar que la vida no valía nada.
Justo es precisar que solo quien carga el bulto sabe lo que pesa, que sin duda existen algunas condiciones clínicas y que debemos reconocer, sin juzgar, el derecho de todo individuo a creer y obedecer su propia conciencia.Con respecto a ello, en este retador año 2020 en que parece que se detuvo el tiempo y que el mundo se auto indujo un coma, amerita leer el libro del célebre filósofo Viktor Frankl, “El hombre en búsqueda de sentido”. Dicho libro escrito entre 1942 y 1945 durante los años que pasó el autor en los campos de concentración en Auschwiz y Dachau, pudieran desvelar algunos consejos prácticos ante el peso de la cruz.Este filósofo, creador de la logoterapia, decía una frase útil para quienes, como los japoneses, sienten el agua hasta el cuello: “Las fuerzas que escapan a tu control pueden quitarte todo lo que posees, excepto una cosa, tu libertad de escoger cómo vas a responder a la situación”.
El judío Frankl decía que: “La vida nunca se vuelve insoportable por las circunstancias, sino por falta de significado y propósito”. Caray, para quienes tuvimos el privilegio de conocer las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, resulta complicado comprender cómo alguien puede pasar por esta vida sin un cabal entendimiento de que estamos cumpliendo con una causa mayor que uno mismo. Naturalmente, es difícil entender el sentido de la vida cuando se cree que todo termina con la muerte. Al respecto, recuerdo una frase que mi padre me compartió atribuida al último presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Mijaíl Gorbachov: “Mi misión es estrechar la brecha entre quienes piensan que están en este mundo por pura casualidad y quienes creemos que estamos aquí por obra de una divinidad”.
Así es, para muchos que creen que están en este mundo por la unión accidental de sus progenitores, que nacen, crecen y se reproducen cual animalitos y su felicidad está soportada en la ilusión del primer nivel de la pirámide de Maslow, será difícil encontrar un sentido empíreo.Pero, la vida no puede ser una búsqueda de poder o placer, ya que ambos son relativos y finitos y no conllevan a un propósito etéreo. No por nada decía el novelista británico Robert Stevenson: “Ser lo que somos y convertirnos en lo que podemos transformarnos, es el único fin de la vida”. Por supuesto, si somos conscientes de ser obra de Dios, debemos actuar en consecuencia y transformarnos continuamente. Nuestro “orden del ser” nos invita a convertirnos en seres plenos y trascendentales y nos exhorta a cumplir con una eximia y sublime misión de vida.
La vida misma es una serie de decisiones concatenadas donde el camino difícil, la brecha menos recorrida y la senda larga, probabilísticamente hablando, serán la mejor ruta a caminar. Después de todo, como decía Frankl: “Si hay algún significado en la vida, entonces debe haber un significado en el sufrimiento”. Demos gracias a Dios por el don de la fe, que nos ayuda acomprender la temporalidad de esta vida a la luz de la patria definitiva y tengamos empatía con los millones de personas, como los japoneses, que aún no la tienen o re-niegan de ella.