La velocidad

Si bien basta un minuto de vida para morir, a menudo se tiene la sensación de que ella se prolonga misteriosamente en una calma y seguridad ilusorias

Voy despacio que llevo prisa 

Proverbio popular

El pasado lunes, mientas conducía por una avenida muy transitada al norte del municipio de Monterrey, un joven, que circulaba a contraflujo, rebasó invadiendo el carril de quienes veníamos en sentido opuesto. Afortunadamente la persona a quien estaba rebasando disminuyó la velocidad, y él y yo dimos volantazos con una velocidad y exactitud –para mi sorpresa—digna de la fórmula uno. 

En milisegundos nuestras miradas se cruzaron y los autos simplemente se “sacaron la vuelta”. Sigo helado cada que lo recuerdo. El impacto habría sido frontal y, seguramente, implacable; mientras que yo circulaba a 50-60 km/h, creo que él lo hacía a no menos de 100-120 km/h. Con estos datos podemos calcular la fuerza del impacto, no lo mismo con los efectos en cada una de las vidas que ahí se entrelazaban. 

Si bien basta un minuto de vida para morir, a menudo se tiene la sensación de que ella se prolonga misteriosamente en una calma y seguridad ilusorias e intocables. Todo lo contrario, la vida, ese espacio entre dos imposibles, no pedir nacer y no poder hacer nada –hasta el nuevo aviso tecnológico—para no morir, transcurre plagado de lo ingobernable bajo diferentes facetas. Una de ellas es el accidente automovilístico. Recuerdo la serie de fotografías de Andy Warhol al respecto. En un segundo o milisegundo puede cambiar el rumbo de la vida. No nos gusta pensar así, pero así de absurda es la vida. 

Platicaba hoy (ayer martes) el incidente en una de mis clases a estudiante de psicología. Bromeábamos sobre los posibles escenarios e implicaciones. Así de absurda es la vida y la muerte: sujeta al azar cromosómico, cuando no a las variantes y vectores del ir y venir de los demás, como a las trayectorias planetarias. 

Una vez más, las leyes y procedimientos están hechas para humanizarnos, para protegernos de lo ingobernable, pero ellas no pueden cancelar del todo la posibilidad de la variación, del cambio y la renuncia a su seguimiento. La pulsión a la velocidad a la muerte se impone en muchos casos. Este tipo de eventos se seguirán presentando y con desenlaces terribles, últimos e irreversibles para quienes participan en ellos. No es una categoría moralizante que se resuelva de una sola vez, tan sólo con decretarla o escribir artículos morales insoportables del “deber ser”, “de los valores que se han perdido”, “de los jóvenes que manejan a toda velocidad con una mano al volante y otra al celular”, y demás bla bla bla. 

La sorpresa –valga la redundancia—irrumpe, sacándonos del movimiento automático en el que nos encontrábamos, despertándonos. Son acontecimientos que tienen la fuerza de dividir la historia en un antes y un después. Cuando se abrió por primera vez un libro de cierto autor, el amor hecho mirada y presencia del cual, una vez conocido, no pudimos ya prescindir, un accidente, una muerte o nacimiento, un cambio de profesión o residencia…Todos y cada uno de ellos encuentros con lo ingobernable e inesperado, algo que sacude, destruye, pero al mismo tiempo abre los horizontes del mundo conocido, implicándonos de una manera radical. Algo se tiene que hacer, algo se tiene que inventar a partir de ellos.