Defender al INE de la destrucción es hoy el centro vital de la sobrevivencia de la democracia en México. Se han vertido argumentos hasta la saciedad, pero el sordo autócrata de Palacio, acompañado de su séquito parlamentario, ofrece como única respuesta la razón de Estado disfrazada de falsa voluntad popular. En la decisión política únicamente su voluntad puede imponerse y todo lo que no sea expresión o reflejo de ella (la pluralidad, el diálogo democrático) debe desecharse, demonizarse y anularse. El autócrata dice que los argumentos de la oposición son los de sus "adversarios", pero en la práctica son sus "enemigos" y así los trata, suprimiéndolos. Su afinidad electiva es el autoritarismo. Su preferencia abierta es por Cuba, Venezuela, Nicaragua y la "Unión Soviética" —que según su ignorancia no se autodisolvió con el Tratado de Belavezha en 1991, ni fue reemplazada por una oligarquía cleptócrata—. Esta afinidad le llama a imponer el estado de excepción. Trata de hacerlo a través de una Constitución maleable y maleada por la tradición de faccionalismo que nunca ha abandonado a la política mexicana.
Buscará, pues, destruir al INE con la complicidad de legisladores de partidos de la oposición que serán debidamente "convencidos" —o persuadidos y comprados— y que, con el argumento de sumarse a las mayorías, podrían dar paso a una regresión equivalente a la asonada de Porfirio Díaz contra la República o al derrocamiento de Madero por Huerta. Alejandro Murat, exgobernador de Oaxaca y preferido de AMLO, lo ha dicho sin ambages en la pasarela del PRI: hay que "unirse a las mayorías", es decir, a AMLO-Morena.
La "mayoría" de la que AMLO se jacta es ficticia. Es indudable que la obtuvo en 2018, pero la perdió en 2021 (ambas las contó el INE). Según las encuestas, su popularidad es alta, pero también es alta la desaprobación de la mayor parte de sus políticas. El fracaso de su gobierno es contundente. La mayoría de los ciudadanos quiere la renovación electoral y AMLO trata de impedirla para controlar la sucesión presidencial en su favor, ya sea con él mismo o con alguna de sus "corcholatas". Ninguna de estas opciones tiene garantía de triunfo a menos que se destruya el actual sistema electoral. La idea es muy simple: extirpar (otra vez) la democracia de la Constitución, como en 1933.
La mayoría preferiría otro tipo de políticas y, a juzgar por el prestigio del INE, también prefiere la permanencia de la autoridad electoral. Según la edición de septiembre de la encuesta GEA-ISA, el 66% de encuestados dice que el INE cumple bien con sus funciones y 64% dice lo mismo del Trife. AMLO ha sido hábil para desprestigiar ambas instituciones con el cuento de que son caras, pero nada tan caro como este gobierno, cuyos despilfarros suman el presupuesto del INE multiplicado por miles. La engañifa va calando y amenaza con hacerse realidad.
En sentido contrario se extiende poco a poco la convicción de que si se realiza esta contrarreforma, la democratización del país sería severamente truncada y daría paso a la imposición ilegítima de una forma de pensar y de vivir que nos regresaría a los peores momentos del siglo XX, cuando toda disidencia fue reprimida por no coincidir con la "doctrina" del "régimen de la revolución". Esta doctrina admitió de todo: desde el cardenismo hasta el neoliberalismo. Lo que no aceptó nunca, hasta mediados de la última década del siglo pasado, fue el juego limpio de la competencia política con partidos distintos y con las mismas oportunidades de triunfo. Ese cambio no fue una graciosa concesión; se lo arrancaron la sociedad civil organizada, la disidencia social creciente y un país que no quiso ya ser encerrado en una sola idea, en un "proyecto de nación" único, como anacrónicamente se le sigue llamando.
El proyecto obradorista de reforma electoral es el camino a la autocracia que proponen e imponen los populismos de derecha y no pocos de izquierda. Es otra contribución más de AMLO a la utopía global de los autócratas…, esas escorias de raigambre totalitaria que han retornado del pasado más oscuro.
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