La mística de la Navidad —esa energía que se percibe y se comparte; esa fuerza intangible que une a las comunidades mediante valores, emociones y tradiciones comunes— es maravillosa por la claridad con que se expresa y por su vocación universal. Es un espíritu que no requiere explicaciones porque se reconoce en las luces, en los arreglos exteriores, en la convivencia y en el deseo sincero de acercarse al otro sin distinción. También en el bullicio y en el estrés que generan las fechas decembrinas.
La fecha ha adquirido un alcance universal. Encuestas internacionales indican que más de dos mil millones de personas en más de 160 países la celebran; ocho de cada diez disfrutan esta época y siete de cada diez sienten que los inspira a ser mejores personas. Incluso quienes no participan en las prácticas religiosas reconocen que la temporada despierta una mezcla de nostalgia, ternura y deseo de paz. Para los cristianos, la Navidad es la celebración central de su fe, el recordatorio del amor de Dios hacia la humanidad.
Más allá de creencias o culturas, en todos lados aparece la misma intención al expresar al otro que es valioso. Ese impulso se manifiesta de muchas maneras: una tarjeta, un mensaje, una llamada, un regalo o un abrazo. También en el lenguaje que predomina al desear felicidad, paz, esperanza, amor, gratitud, alegría, bendiciones y unidad, palabras que hablan del deseo de bienestar y armonía.
A pesar del bullicio —reuniones, compras, posadas— la Navidad también invita a la calma. Mientras afuera todo parece acelerarse, por dentro surge la necesidad de hacer una pausa para reflexionar o simplemente disfrutar el ambiente en paz. Es un tiempo propicio para la reconciliación, la gratitud y la renovación interior.
Sin embargo, la temporada no es luminosa para todos. Estudios internacionales muestran que alrededor del 55 por ciento de los adultos experimenta soledad o tristeza durante las fiestas; el 67 por ciento teme episodios de ansiedad o estrés, y cerca del 64 por ciento de quienes viven con problemas de salud mental reporta un agravamiento de sus síntomas.
También están quienes pasan la Navidad en hospitales, enfrentan duelos recientes o viven lejos de sus familias. Y, en distintas partes del mundo, hay comunidades enteras celebrando en medio de conflictos o crisis económicas. La magia de diciembre, por sí sola, no borra esas realidades.
A estas situaciones emocionales y sociales, se suma el lado de los excesos y la presión económica. Encuestas globales señalan que cerca del 60 por ciento de las personas gasta más de lo que puede en esta temporada y que alrededor del 50 por ciento termina enero con deudas significativas. En cuanto al consumo, organismos internacionales estiman que entre el 20 y el 30 por ciento del aumento anual en bebidas alcohólicas ocurre durante diciembre, y los servicios de emergencia reportan incrementos de hasta 40 por ciento en incidentes relacionados con alcohol durante las fiestas. La celebración, para muchos, también implica desgaste emocional y decisiones que pasan factura después.
Quizá ahí reside, precisamente, la verdadera profundidad de la Navidad al recordarnos que cada persona libra una historia distinta, que la alegría no anula la vulnerabilidad y que el deseo de paz convive con el cansancio, la nostalgia y la incertidumbre. Y aun así, cada año, millones de personas vuelven a intentarlo: se reconcilian, llaman, abrazan, perdonan, agradecen y eligen construir esperanza.
Que este diciembre despierte en cada uno la paz, la gratitud y el amor que permanecen más allá de cualquier celebración, y que la reflexión nos lleve a tener un pensamiento o una oración por quienes pasan estos días en soledad o dificultad.
Feliz Navidad.
Leticia Treviño es académica con especialidad en educación, comunicación y temas sociales, leticiatrevino3@gmail.com