La historia del Nuevo Reyno de León, especialmente la fundación de Monterrey y sus primeras décadas de existencia, no dejan de marcar en mi alma una honda huella de admiración y rechazo a la vez. Admiración por la osadía de ese puñado de hombres y mujeres que llenos de un sentido de grandeza, fundaron un pequeño poblado en la mitad de la nada, con la esperanza de que algún día la prosperidad llegaría a esas tierras y, a manera de antítesis, también siento repudio por su actitud racista que se sostuvo a lo largo del tiempo (más de doscientos años) en una serie de prácticas esclavistas y de explotación inhumana, tan arraigadas que mantuvieron a la región en una zona de Guerra Viva, donde se llevó a cabo un genocidio lento pero seguro, con el exterminio de los pobladores originarios.
Los fundadores de la Ciudad Metropolitana de Nuestra Señora de Monterrey eran ávidos exploradores, tenían experiencia en el establecimiento de nuevas poblaciones que, una vez reconocidas por la autoridad del Virrey, les daría poder formal como gobernantes y, a la vez, poder económico, por las extensas tierras que adquirirían de manera automática y de forma legal.
La ambición estuvo en la base de esta empresa aventurera por parte de los fundadores, en Saltillo no había futuro promisorio para ellos, en cambio, al tener su propia ciudad recibirían grandes beneficios, por lo que los riesgos valía la pena correrlos.
No eligieron cualquier terreno, no iban a poblar un territorio inhóspito desde el punto de vista de la naturaleza, al contrario, decidirían establecerse en un espacio donde la vida fuera abundante, y así fue, les gustó el mejor lugar de estos vastos territorios: los ojos de agua de Santa Lucía, en el Valle de Extremadura.
El gran historiador regiomontano, Eugenio del Hoyo, se plantea una pregunta muy pertinente al respecto: "¿Qué tenía de especial o de extraordinario aquel valle de Extremadura que movía los ánimos a poblar en él? ¿Por qué Diego de Montemayor lo escogió para erigir en él una ciudad metropolitana?"
La respuesta la encontramos en palabras propias de Diego de Montemayor: "...(por) ser puesto y lugar apacible, sano y de buen temple y buenos aires y aguas y muchos árboles frutales de nogales y de otras frutas; y haber, como hay, muchos montes y pastos, ríos y ojos de agua manantiales y muchas tierras para labores de pan coger; y muchas minas de plata que en su comarca hay de tres, diez y quince leguas a la redonda; y sitios para ganados mayores y menores; y otros muchos aprovechamientos..."
El mismo Montemayor, en su acta de fundación, describe la magnanimidad natural del entorno, al encontrarse la nueva ciudad: "junto al monte de nogales, morales, parrales y aguacatales de donde salen los ojos de agua que llaman de Santa Lucía."
El cronista Alonso de León, contemporáneo de estas aventuras, señala que el manantial de los ojos de Santa Lucía era: "tan abundante y rico, que en otra parte adquiriera nombre de caudaloso río". Y sobre el Nuevo Reyno de León, lo describe así: "Es tierra fértil, de muchos pastos y casi siempre verdes. Dánse los panes muy bien; todas semillas y géneros de árboles frutales, de muy gran sabor y gusto; muchos melones, sandías y todos géneros de semillas. Sólo faIta, lo que no puedo decir sin gran lástima, hombres curiosos y trabajadores, con cuya causa, no hay sino muy poco de cada cosa, pudiendo haber en tanta abundancia, que se pudiera pasar con mucho gusto la vida."
Alonso de León es muy claro, los fundadores eligieron un valle que es un verdadero edén perdido. El problema que el cronista identifica es la actitud de los primeros colonos hacia el trabajo, no muestran vocación agricultora o ganadera, para lo que tenían todo para "pasar con mucho gusto la vida". La vocación secreta de algunos de estos colonizadores era la práctica esclavista, a la cual no pudieron renunciar considerando lo lucrativa que esta resultaba.
Ser agricultor o ganadero, eran actividades de mucho trabajo y de carácter económico limitado, ¿a quién le podían vender una cosecha o los nuevos críos del ganado? No era fácil ir a Saltillo, para comerciar allá estos productos. En cambio, la actividad esclavista era riesgosa pero muy rentable, además tenían mucha experiencia en ello, prácticamente toda la vida en la Nueva España cuando llegaron con Carvajal a estas tierras, inclusive desde antes, en las aventuras de tráfico de esclavos en África.
Ser esclavista era entrar al mundo de la aventura, cazar las "piezas" (así les llamaban a los indios), era relativamente fácil si se llevaba a cabo con sorpresa, atrapando a los nativos de manera inesperada, para ello asaltaban pequeñas "rancherías" donde los que ofrecían resistencia eran los varones adultos, que no eran muchos. Al final del lance, los arrastraban literalmente, hacia el oeste; en Coahuila y Zacatecas otros traficantes ligados a las minas, les ofrecían reales de plata por cada "pieza", y este metal precioso poseía una gran fascinación sobre los primeros colonos.
El edén perdido donde se asentaron los padres fundadores era un lugar habitado por indígenas con una riqueza lingüística y cultural extraordinaria, que se perdió junto con la extinción paulatina de esta población. Los ojos de agua de Santa Lucía habían sido lugar de poblamientos previos por parte de los grupos originarios, pero para fortuna de los colonos, no había un arraigo ancestral por el lugar.
Este desapego aparente por parte de los indígenas con respecto a sus tierras facilitó que los españoles se apropiaran fácilmente de los mejores espacios naturales. El carácter nómada de los grupos originarios y una débil organización social facilitó su destrucción paulatina.
La descripción que realiza Eugenio del Hoyo respecto a la Gran Guachichila que encontraron los colonos al llegar a este edén perdido, se complementa perfectamente con el "horizonte cultural" de los pueblos originarios que serían exterminados paulatinamente: "andaban completamente desnudos, cubiertos los cuerpos y los rostros de pinturas y tatuajes; sus aduares o "rancherías", de quitar y poner, consistían en unas cuantas chozas semiesféricas hechas de varejones entretejidos y cubiertas de zacate, dentro de las que se hacinaban en la más espantosa promiscuidad; los utensilios se reducían a unos pocos objetos muy simples fabricados de madera, de hueso, de fibras y, muy especialmente, de piedra tallada; desconocían por completo la cerámica; y la cestería y los tejidos se reducían a sus manifestaciones más primitivas. No había entre ellos forma ninguna de gobierno y su religión se reducía a la magia del culto totémico y a las más burdas supersticiones. Su economía tenía como base la recolección de frutos silvestres en su forma más atrasada, pues los consumían sin llegar a cosecharlos y, como complemento, la caza y la pesca. Los principales alimentos, que variaban según las estaciones, condicionando su nomadismo, eran el mezcal, asado en barbacoa, las raíces de lampazo, los mezquites y las tunas. Todos ellos eran antropófagos y para satisfacer esta necesidad, vivían en constante guerra los unos con los otros y eran en extremo crueles".