La democracia está bajo acecho, no sólo a nivel nacional, se trata de una orientación extendida a nivel mundial, especialmente en los Estados Unidos de Norteamérica y algunos países europeos.
Una amenaza que llegó para quedarse, especialmente en esta década y podría también perdurar a lo largo de las siguientes. El populismo es contagioso, se transmite a través de una comunicación política afectiva, es decir, las emociones son su cadena de interconexión social.
Este sustrato básico y primitivo, donde las emociones sustituyen a la racionalidad política, permite su reproducción social creciente, que solamente logra autolimitarse al llegar tarde o temprano a su mayor obstáculo: el fracaso económico inevitable. El populismo representa la concreción de la irracionalidad política en su expresión más maquiavélica y destructiva.
El fenómeno político del populismo requiere de un análisis sistemático y crítico, esto en diferentes espacios, tanto académicos como editoriales y, en esta columna, también creemos importante que se dé el debate en los medios de comunicación, especialmente impresos. A lo largo de las próximas entregas editoriales, se pretende, si las lectoras y lectores me lo permiten, profundizar más en el análisis de este concepto escurridizo, del que mucho se habla y poco realmente se comprende.
Me parece un espacio de discusión tan trascendente que podríamos decir que sin democracia no hay futuro, y el populismo representa la amenaza principal para la democracia liberal y el sistema de distribución del poder público. En este sentido, el populismo es la antesala, la puerta de entrada a un régimen dictatorial.
Quiero ser transparente, aclaro mi postura de amor por las libertades básicas del ser humano, su derecho a pensar y hablar libremente, a decidir por sí mismo conforme a sus valores y convicciones, de asociarse libremente, de expresarse tal como así lo desee, sin restricción mayor que su propia limitante cognitiva o intelectual, de comerciar con inventiva y emprendedorismo esperanzador; con la confianza de echar fuera, con el poder del voto ciudadano, a cualquier mal gobierno, sin temor a que se trate de controlar la voluntad o pensamiento vía adoctrinamiento o cualquier otra técnica de brainwash; con estos elementos en mente, podríamos empezar a identificar los fundamentos sociales de mi felicidad existencial.
A propósito de este tema relacionado con el nivel de bienestar que puede generar el vivir en un cierto tipo de régimen, sin duda, los líderes carismáticos son especialistas en activar las emociones políticas más primitivas e intolerantes que contribuyan al enfrentamiento entre los grupos de la sociedad.
Como parte de esta estrategia de política emocional se busca crear, por acciones sistemáticas, un nivel de malestar social que conlleve a la gente a abandonar sus hogares y buscar suerte en otros sitios, considerando el grado de deterioro social que inicia con una violencia verbal repetitiva y sistemática vinculada con la polarización social.
Así como uno de los valores más importantes para el liberalismo social es la tolerancia política, para el populismo lo es precisamente lo contrario, generar mayor nivel de intolerancia política para crispar los ánimos y generar el típico slogan paranoico: ¿estás conmigo o en contra mía?
La manipulación de las masas utilizando el maniqueísmo político es infalible, el odio penetrará lo profundo del tejido social y las masas actuarán conforme al nivel de violencia que las circunstancias ameriten o determinen con base a la incitación propositiva, en ocasiones encubierta, del líder carismático.
El caso del asalto al Capitolio ocurrido un miércoles 6 de enero de 2021, se volverá, sin duda, un ejemplo paradigmático de la influencia del líder populista, exaltando las emociones colectivas y enardeciendo a una multitud que no escatimó en acciones violentas, descifrando y acatando una orden encriptada en un mensaje latente, enviado en código no verbal por parte del presidente Trump.
El populismo, como la mala hierba, nunca muere; los líderes carismáticos cuando no logran volverse dictadores regresan por la revancha. Tal como lo hicieron en un principio, se apalancan de la benevolente democracia, para participar como candidatos y acceder así, legítimamente, al poder; y desde esa trinchera, lograr sus objetivos: una autocracia que sea heredable, para dar inicio a una dinastía monárquica de transmisión del poder vía filiación parental.
No vamos a intentar tapar el sol con un dedo: el populismo llegó para quedarse a lo largo de este siglo XXI. Las condiciones sociohistóricas lo propiciaron y lo sostendrán por la incertidumbre social y la emergencia de sucesos potencialmente devastadores, que llevarán a las masas a refugiarse en la quimera de un líder fuerte, autoritario pero protector, autócrata y suspicaz, con un nivel de rabia lo suficientemente contagiosa para borrar todo impulso de empatía social y cualquier sentimiento pertinaz de culpa.
La demagogia es el instrumento retórico principal del líder carismático. El populista no puede dejar de vocear y exclamar, hablando desdice la realidad, con su discurso malnutrido de verdad, logra crear una realidad alterna, desde allí retroalimenta su punzante retórica.
La demagogia de las emociones es la estrategia infalible para la comunicación con las masas. Desde Gustave Le Bon sabemos que las multitudes saben de emociones, es su lenguaje natural. Además del arte de la comunicación política, el populista domina la atracción escénica, sabe que puede conectar con las masas a través de lo que Franz Mesmer denominó el magnetismo animal, también conocido posteriormente como el carisma personal, "Ese no sé qué" que percibe el seguidor ante su líder, y que lo atrae irremediablemente hasta el grado de enamoramiento e idealización totales.
El populista buscará siempre estar en campaña permanente, en esta modalidad afectiva las multitudes son su objeto de seducción demagógica. El líder carismático utiliza a las masas para acrecentar su poder, intentando destruir a sus enemigos políticos que le estorban para la apropiación total del control político y del poder del Estado. Esos enemigos políticos son las élites del poder con las que no hay posibilidad de coexistencia, esto traducido operativamente desde la premisa autoritaria de que el poder es uno y no se comparte.
Hoy en día las democracias están contra la pared, el populismo socava sus cimientos mientras alega que las protege de manera comprometida. Detrás de la máscara del líder carismático hay un dictador disfrazado, que espera su momento para emerger, de manera sorpresiva, y someter así a los otros poderes republicanos y hacerse con el señorío absoluto del estado.