En 1969, después del Mayo francés, el presidente Charles de Gaulle convocó a un referéndum en torno a la creación de regiones y la reestructuración del Senado. El resultado negativo causó su retiro del cargo.
En 1988, en Chile, se organizó una consulta popular para saber si la sociedad quería o no que Augusto Pinochet se reeligiera: el resultado puso fin a la dictadura. En 1992, en Sudáfrica, a través de una consulta popular, se dio término al apartheid, el sistema de dominación de una minoría blanca sobre el resto de la población.
Más recientemente, en 2016, con la participación de la sociedad británica se decidió que el país se separara de la Unión Europea.
Es decir, las consultas populares no son nuevas ni inusuales, lo que si resulta inusitado es que en nuestro país el organismo a cargo de cuidar la democracia limite sus esfuerzos para que la sociedad aumente su grado de participación.
El camino para que la consulta del domingo sea una realidad no ha sido sencillo. En principio, se debieron conseguir los votos suficientes para reformar la Ley Federal de Consulta Popular y permitir la realización de consultas populares en uno o más estados cuando existan temas de relevancia regional, así como que el Instituto Nacional Electoral tuviera a su cargo la verificación del dos por ciento de la lista nominal para las peticiones ciudadanas de consulta popular, la organización, difusión, desarrollo, cómputo y declaración de resultados.
A las dificultades propias de aprobar la reforma, se sumó la resistencia de quienes se opusieron a que la consulta se llevara a cabo el 6 de junio, lo cual habría evitado las complicaciones logísticas y financieras que la misma autoridad electoral posiciona como elementos que han dificultado la organización de la consulta. Además, si se hubiera celebrado el día de los comicios, el porcentaje para que la consulta fuera vinculante se habría alcanzado fácilmente.
Un tercer obstáculo de la consulta fue su judicialización, pues una vez aprobada y votada por el Congreso, la Suprema Corte de Justicia de la Nación tuvo que decidir si era o no anticonstitucional. Ésta fue una decisión que dividió al Pleno de la Corte, pero con seis votos a favor se declaró la constitucionalidad del ejercicio.
Todo esto ha desgastado el proceso, y hace difícil pensar que el domingo se alcanzará la participación del 40 por ciento del padrón electoral —37.5 millones de personas—, necesaria para que la consulta adquiera un carácter vinculante.
En un país como México, en donde la impunidad fue la característica central del sistema de justicia, los abusos de las autoridades pasaban desapercibidos y la frustración social respecto a una clase política corrompida era generalizada, resulta necesario que la ciudadanía cuente con una forma de hacer valer sus demandas, de recordarnos que el tiempo de las personas intocables ha llegado a su fin, y que el poder radica en el pueblo.
Por eso, independientemente del resultado, el próximo primero de agosto México dará el paso inicial hacia la consolidación de nuevos mecanismos para la construcción de una auténtica democracia, en que la ciudadanía será protagonista de las decisiones públicas y no simple espectadora.
Pese a que las condiciones para recibir la votación podrían haber sido mejores, específicamente en cuanto al número y a la ubicación de las mesas receptoras de la consulta popular, así como a la actuación limitada de la autoridad electoral, es fundamental acudir a ejercer el poder de decisión, no sólo por su impacto en nuestro futuro próximo, sino también porque de ello dependerá pasar de una democracia limitativa a una participativa, en la que cada una de las voces sea escuchada.
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