Solo tenía 11 años en aquella tarde, con una televisión descompuesta y como tantas veces antes, mi oreja estaba pegada a la radio. En la escuela, en el barrio y, por supuesto, en casa con mi hermano Beto, hablábamos de béisbol como si fuera el tema más importante del universo. Nuestro padre, Roberto, nos había inculcado el amor por ese deporte, pero a principios de los años ochenta, el béisbol se convirtió en algo más que una tradición familiar. Se transformó en una auténtica fiebre que arrasaba México y que todos llamaban "Fernandomanía".
Todo era gracias a un joven de 20 años salido de un pequeño pueblo llamado Etchohuaquila, en el municipio de Navojoa, Sonora. Era Fernando Valenzuela, el gran "Toro". Aquel muchacho mexicano, con su gorra ajustada y mirada al cielo antes de cada lanzamiento, había encendido la esperanza de millones de aficionados, dentro y fuera de México. Ese día en particular, Valenzuela estaba en el centro del diamante, lanzando el tercer juego de la Serie Mundial de 1981 entre los Dodgers de Los Ángeles y los Yankees de Nueva York. El peso del juego caía sobre sus hombros. Los Yankees habían ganado los dos primeros partidos en su casa, y los Dodgers necesitaban una victoria desesperada. Tom Lasorda, el manager de los Dodgers, le había dado la responsabilidad a Fernando, el novato que, contra todos los pronósticos, ya se había convertido en la revelación de la temporada.
Aunque solo era un niño, sabía que ese juego era importante. Mi hermano Beto mayor que yo, que siempre fue más aficionado y entendido en los números y estadísticas, me explicaba los detalles. "Fernando está cansado", decía mientras me contaba que el Toro tendría que enfrentarse a los mejores bateadores de los Yankees en la última entrada. El marcador estaba 5-4, y todo podía cambiar con un solo swing. Fernando tenía que sacar tres outs, pero también podía permitir el empate o, peor aún, la derrota.
El primer bateador llegó al plato. Dos bolas, un strike, y luego una rola a la segunda base que terminó en un out en primera. El segundo bateador conectó un batazo tremendo hacia el jardín izquierdo, pero Pedro Guerrero, como un ángel en el campo, atrapó la pelota pegada a las bardas para el segundo afuera. Solo faltaba uno más. El tercero y el último. La tensión era palpable incluso a través de las ondas de la radio. Y entonces, Fernando hizo lo que después se convertiría en su firma: lanzó un tirabuzón que dejó abanicando al cuarto bate de los Yankees. Un ponche. Juego terminado. Fernando Valenzuela había ganado su primer juego de Serie Mundial, y los Dodgers dieron su primer paso hacia el campeonato que, días después, lograrían conquistar.
Más de 40 años han pasado desde aquella gesta histórica. Hoy, el destino vuelve a poner frente a frente a los Yankees de Nueva York y los Dodgers de Los Ángeles en una nueva Serie Mundial, pero esta vez, Fernando ya no está aquí. A días de comenzar el Clásico de Otoño de 2024, el Toro ha lanzado su último strike. El out 27 de su vida. La noticia de su muerte me golpeó de una manera inesperada. Mientras le contaba a mi hijo Gabriel —quien tiene casi la misma edad que yo tenía en 1981— sobre esa serie mundial que escuché pegado a la radio, supe que Fernando Valenzuela no solo fue un héroe del béisbol. Para muchos de nosotros, fue un símbolo de lo que se puede lograr viniendo de un pequeño pueblo, enfrentando obstáculos con la fuerza y la tenacidad de un toro en el centro del diamante. Nos enseñó que todos podemos soñar en grande, que no importa de dónde venimos, sino adónde vamos.
Gabriel, como yo a su edad, ha desarrollado una pasión inmensa por el béisbol. Mientras espera ansioso esta Serie Mundial, no puedo evitar recordar mi infancia y cómo Fernando nos hizo creer que todo era posible. Le hablé de aquellos momentos, de lo que significó para mi hermano Beto y para mí escuchar ese juego en la radio. Le conté cómo el Toro se plantaba en el montículo, con su mirada fija en el cielo antes de cada lanzamiento, como si ya estuviera buscando algo allá arriba. Y hoy, al saber que Fernando ha partido, no puedo evitar pensar que finalmente ha llegado a ese lugar que siempre miró, al estadio celestial donde ahora lanza para la eternidad.
Fernando Valenzuela no solo lanzó pelotas; lanzó sueños. Y aunque ya no esté aquí con nosotros, su legado sigue vivo en cada aficionado al béisbol, en cada niño que sueña con ser como él, y en cada padre que, como yo, le cuenta a su hijo las historias de un toro que un día conquistó las Grandes Ligas mirando al cielo.