Dice la mitología que el rey Midas transformaba en oro todo lo que tocaba. Las consecuencias fueron demoledoras para Midas y sus gobernados. En la dura realidad, hay personajes cuya gestión produce los mismos efectos. Estos "Midas al revés" convierten lo que tocan en devastación. Hemos tenido y tenemos un personaje con esa virtud. Se proclamó transformador. Lo está cumpliendo: altera el presente y oscurece el futuro.
Nuestro "Midas al revés" nos tiene en el filo de la navaja. Caminamos en una ruta azarosa con destino incierto, pero en todo caso temible. La vocación "transformadora" de nuestro "Midas al revés" le ha llevado a generar o favorecer problemas en el seno de la nación, convertida en tierra de enconos y disputas de impredecible destino. El primer clarín de batalla se oyó hace más de tres años (que parecen siglos) y se sigue escuchando.
Con gran arrebato, el líder de la transformación nos llama al combate. He aquí una inmensa paradoja. Quien debiera unir, ha desunido. Quien debiera construir ha destruido. Quien debiera conciliar ha enfrentado. O por lo menos lo ha favorecido, por omisión o torpeza, que producen los mismos resultados que una acción deliberada.
La más reciente cosecha de esta semilla está ocurriendo en un extremo particularmente delicado de la vida nacional, que se debe manejar con gran inteligencia y extremada cautela. Y también, por supuesto, con estricta legalidad. Me refiero a la situación y a la relación —dos cuestiones explosivas— de las Fuerzas Armadas y la sociedad política.
El caudillo, depositario del inmenso Poder Ejecutivo y supremo comandante de las Fuerzas Armadas, ha desviado el curso de éstas, que concierne a la seguridad nacional. Les ha encomendado funciones —¿acaso misiones?— impropias de su naturaleza constitucional e institucional, que es indispensable preservar. Ha comprometido a esas Fuerzas en tareas que les son ajenas y es testigo de las explosiones provocadas por una creciente irritación en el trato entre las Fuerzas Armadas (o un sector de ellas) y la sociedad política (o un sector de ésta). No había necesidad de que esto ocurriera, pero está sucediendo como fruto del desacierto en el manejo de la jefatura del Estado, a cuyo cargo está el cultivo de la paz, nunca de la guerra.
En nuestro pasado hubo horas muy sombrías en el desempeño del Ejecutivo y de su brazo militar. La historia del siglo XIX y parte del siglo XX ofrece ejemplos trágicos, que no podemos ignorar. No necesitamos que los errores de una mala conducción de la República, desatenta a la naturaleza de las instituciones, a la aplicación puntual de la ley y a los riesgos que implica una innecesaria irritación en el seno de la sociedad, nos coloquen frente a peligros y dilemas de cuantía mayor. México es bronco, en su íntima profundidad, que ha comenzado a aflorar. Nos dañaría infinitamente que acabara de despertar ese México bronco, convocado desde el púlpito donde se debe propalar y conseguir la paz entre los mexicanos, la cordura, la institucionalidad, la legalidad.
Aunque las llamadas de campana suelen ser inútiles en estas horas en que ha ensordecido el supremo poder, es necesario poner de manifiesto la necesidad imperiosa de corregir la marcha para bien de todos: civiles y militares; pero principalmente para bien de México. Óigalo —¡por favor! o por deber— el depositario del Poder Ejecutivo y comandante supremo de las Fuerzas Armadas. Aún puede modificar el rumbo.