En un contexto global donde los modelos de representación de la mujer están en profunda revisión, certámenes como Miss Universo, que durante décadas funcionaron sin mayor cuestionamiento, enfrentan hoy la disyuntiva de evolucionar radicalmente o desaparecer.
El concurso, aun con sus cambios recientes, mantiene contradicciones profundas. La lucha por el reconocimiento del valor de la mujer se diluye cuando se sigue apostando por atributos físicos, coronas, vestuarios o pasarelas como ejes centrales. Además, opera dentro de una industria millonaria con patrocinadores internacionales y una maquinaria mediática que rara vez se conecta con las problemáticas reales que enfrentan millones de mujeres. En este punto, ya no basta decir "ojalá evolucione", el certamen debe transformarse, si es que hay voluntad, hacia un modelo centrado en liderazgo, impacto social y talento. La sociedad ya no tiene espacio para formatos que se niegan a cambiar de fondo.
Las discusiones, sospechas y reacciones alrededor de la última edición —un show que, al final, no deja de ser un espectáculo— inundaron espacios digitales, conversaciones cotidianas y medios de comunicación. La polémica no solo habla del certamen, sino que es también un reflejo de la dinámica pública en México. A partir de ello, surgen varias reflexiones.
Primera. La imagen de México como un país corrupto no es gratuita, nos la hemos ganado a pulso con escándalos de empresas y delincuentes prófugos o procesados en el extranjero. Un país, en donde el 83 por ciento de la población considera la corrupción como algo frecuente y el 8 por ciento de los casos denunciados por este concepto, se sancionan. Por algo en el Índice de Percepción de la Corrupción 2024, México cayó al lugar 140 de 180, su peor posición histórica. Las redes delincuenciales y los intereses políticos frecuentemente se entrelazan. Con este contexto y con la trayectoria del dueño de Miss Universo, mexicano también, no sorprende que muchos creyeran que el concurso estuvo arreglado o influido por redes de vínculos familiares, políticos o empresariales que en México suelen asociarse a decisiones opacas y favoritismos históricos. Superar esta imagen no solo demandará años, sino un compromiso real —desde gobierno y ciudadanía— con la honradez, la legalidad y la transparencia. Somos muchos los y las mexicanas que estamos cansados de la corrupción que invade todos los sectores.
Segunda. Vivimos inmersos en un ecosistema de desinformación. Las redes sociales amplifican rumores a la velocidad de un clic y la inteligencia artificial permite fabricar evidencias falsas con enorme realismo. En este entorno, la especulación se vuelve más atractiva que el dato verificado, y los prejuicios se imponen sobre la prudencia. Las discusiones sobre el certamen lo demostraron con claridad. Muchas personas compartieron versiones contradictorias, videos manipulados o narrativas construidas desde la animadversión política. Esta predisposición por creer lo dudoso erosiona la vida pública, exacerba la polarización y debilita la capacidad ciudadana para distinguir lo cierto de lo falso. México necesita con urgencia una alfabetización mediática que permita navegar un entorno cada vez más complejo.
Tercera. Las dudas sobre el proceso del concurso terminaron por opacar el mérito de Fátima Bosch. Ante la avalancha de sospechas, su preparación, talento y desempeño quedaron minimizados y además, fue centro de ataques. Este fenómeno no solo es injusto, sino profundamente sintomático al revelar una baja autoestima colectiva que nos impide reconocer nuestros propios logros y, peor aún, una tendencia a deslegitimar los éxitos femeninos atribuyéndolos a arreglos, influencias o intereses ocultos.
Como mexicanos, necesitamos aprender a reconocer el mérito sin caer en prejuicios ni en narrativas de derrota anticipada o, peor aún, de arreglos mañosos. Valorar el esfuerzo individual —incluso dentro de espacios cuestionables— es condición básica para reconstruir la confianza social. Fátima Bosch demostró capacidades que van más allá de la belleza; tiene el potencial de convertirse en un referente positivo si usa su visibilidad y carisma para impulsar causas sociales y apoyar a comunidades vulnerables. Ojalá encuentre la plataforma adecuada para hacerlo.
Aun con lo cuestionable del concurso, lo ocurrido con Miss Universo no fue solo una distracción, sino un espejo. La polémica reveló, con toda crudeza, nuestras fallas colectivas: la desconfianza marcada por años de corrupción que contamina cualquier discusión pública, la desinformación que distorsiona la realidad, y la resistencia para reconocer el mérito, especialmente cuando proviene de una mujer.
La crisis está en "la corona", pero también en un país que aún duda de su propio talento. Reconocerlo es el primer paso para cambiarlo.
Leticia Treviño es académica con especialidad en educación, comunicación y temas sociales, leticiatrevino3@gmail.com