Escribe Manuel García Pelayo, en torno a la división de poderes, que: “Otro requisito del Estado de derecho era la división de poderes íntimamente vinculada a la garantía de la libertad y al imperio de la ley. La rica doctrina iniciada por Montesquieu –en palabras de Ranke- era una abstracción del pasado, un ideal del presente. Al mismo tiempo que un programa para el futuro, que sufrió en el curso del tiempo un proceso de dogmatización, convirtiéndose en una proposición acrítica de fe; la división e implicación de poderes se transformó en separación y derivó en una fórmula vacía de sustentación política, organizativa y sociológica, en una pura formalización que ignora la existencia de otros poderes, y, en general, las transformaciones en el funcionamiento del sistema estatal. Pero dejando de lado la historia de la teoría, más tarde transformada apriorístico de la división de poderes, nuestro problema consiste en determinar en qué medida el modelo clásico de tal división, es compatible con las exigencias del Estado social y en qué medida se ve obligado a sufrir procesos de adaptación”.
“En primer lugar, la doctrina clásica de la división de poderes respondía a una racionalidad axiológica orientada unilateralmente: el máximo valor era la libertad, a la que trataba de garantizar formalmente mediante la limitación de la acción del Estado por el freno mutuo de sus potestades; en el Estado social, la libertad es un valor de primer rango, pero que sólo puede hacerse valer por el freno mutuo de sus potestades; en el Estado social, la libertad es un valor de primer rango, pero sólo puede hacerse valer articulado a otros (ante todo a la seguridad económica) que han de ser garantizados materialmente por la intervención concertada (y no separada) de los poderes del Estado. En segundo lugar, el modelo de la división de poderes respondía a una racionalidad organizativa, a una división de las tareas fundamentales del Estado con arreglo a la cual cada función debía estar a cargo de un órgano distinto, precisamente de aquel que por su estructura el más apropiado para ello. Así, como delibérer -dice Montesquieu- la formulación de las leyes debe ser tarea del Parlamento, y como agir est le fait d´ un seul, debe estar en el Ejecutivo. Pero en el Estado social, que es un Estado manager, una buena parte de la legislación material ha de ser llevada por el Gobierno por vía de decretos-leyes u ordenanzas, e incluso la mayoría de la legislación formal aprobada por el Parlamento puede verse en la necesidad de agir mediante las llamadas <leyes medidas> en proyectos de ley presentados por el Gobierno, a lo que se une, por otra parte, el control de la constitucionalidad de las leyes que limita los poderes del Parlamento y concede a los jueces una función que rebasa con mucho lo que asignaba Montesquieu…Finalmente, la división de poderes respondía originariamente a una fundamentación sociológica…sobre una realidad social autónoma, de modo que la independencia de cada poder tenía como infraestructura la autonomía de sus portadores: el Ejecutivo se sustentaba sobre la institución monárquica, el Legislativo, dividido en dos Cámaras, sobre los estamentos de la nobleza y del tercer Estado, y el Judicial, si bien para Montesquieu estaba compuesto de jueces legos y carecía de permanencia permanente, era investido en realidad por el estamento de toga”.
“(…) Desde hace tiempo, tanto la reducción del poder del Estado a tres potestades, como las realidades sociales sobre las que se sustentaban, han dejado de tener vigencia. En primer lugar, como lo ha demostrado García de Enterría, ya en la misma Revolución francesa surge la Administración como un poder autónomo de acción permanente con potestades y jurisdicción propias, dotado con facultades de reglamentación de la ley –lo que le permite desviar su sentido y bloquear su vigencia, dilatando la correspondiente reglamentación y autor y actor a la vez de una específica rama jurídica…:del derecho administrativo. A ello hay que añadir que la Administración, si bien es un órgano formalmente dependiente del Gobierno, constituye per se una realidad sociológica, un Beamtestand o estamento de funcionarios que permanecen en sus puestos aunque cambie la composición del Gobierno y del Parlamento, y que prácticamente es el único poder del Estado que se recluta por sí mismo, a pesar de que el número de funcionarios corresponda formalmente al Jefe del Estado o a una instancia del Gobierno. Finalmente concebida como órgano subordinado de ejecución de la decisión, es lo cierto que sus superiores niveles tecnoburocráticos participan con sus informes y estudios en el contenido de la decisión. Junto a este cuarto poder han surgido también los partidos y las organizaciones de intereses, términos generalmente unidos entre sí por relaciones de influencia recíproca. Ello no solamente añade otros actores, sino que introduce modificaciones en la estructura real del sistema clásico de los tres poderes estatales. En efecto, cuando la mayoría del Parlamento y del Gobierno pertenecen al mismo partido o coalición de partidos, nos encontramos que la independencia entre ambos órganos queda fuertemente revitalizada por su común articulación a un solo centro que orienta tanto la acción del Gobierno como la del Parlamento” (Manuel García Pelayo. Las Transformaciones del Estado contemporáneo. Ed. Alianza Universidad. Madrid, 2009, págs. 57, 58, 59 y subs.).
Pero el verdadero problema de México es el de las facciones formado fundamentalmente a partir de que estos han sido impulsados desde el poder a la sombra de que éstos no sólo nunca han representado aspectos diversos de la opinión público, sino que por su origen han actuado como instrumentos de distorsión de la opinión mayoritaria, en particular porque esta diferencias de opinión han surgido después de las elecciones, cuando trascendió que nunca se dieron a conocer las causas de la crisis social en México.. Y cuyos resultados tras el triunfo electoral contundente de Andrés Manuel López Obrador las diferencias de opinión en cuanto a la definición de los objetivos que debe buscar el gobierno tendrán que producir un gran desacuerdo que convierte arbitraria toda expectativa frente a las posiciones en conflicto, hasta el extremo en que los vientos ciclónicos de la ciudad de México dejaron al descubierto la ausencia de toda oposición.