El horno no está para bollos

Sin duda, tener un Mundial de Futbol representa un fuerte impulso económico

México no está en condiciones para funcionar como una de las sedes del Mundial 2026, aun y cuando sea un honor histórico ser la única nación tres veces anfitriona de esta competencia.

El descontento social reflejado en protestas, bloqueos, conflictos laborales y sobre todo el clima de inseguridad no ofrecen, hoy por hoy, un escenario favorable para una justa deportiva de talla mundial. A ello se suman carencias en infraestructura urbana y graves problemas ambientales, como el caso de Nuevo León, así como fallas estructurales en Jalisco con deficiencias recurrentes en el abastecimiento de agua y transporte público que afecta la movilidad. Incluso si estos retos se atienden y las obras permanecen como legado para las ciudades sede, el costo financiero —y la carga de deuda— no son menores. Y a todo esto se agrega la deteriorada imagen internacional del país, profundamente marcada por la violencia del narcotráfico, un elemento que inevitablemente mina la percepción de seguridad para visitantes y organizadores.

La presidenta Sheinbaum es consciente de que este Mundial representa un compromiso heredado, firmado en 2018 por Peña Nieto y refrendado por las administraciones de la 4T, obligándola a asignar recursos y distraer su agenda social para atender las exigencias de infraestructura y seguridad.

Sin duda, tener un Mundial de Futbol representa un fuerte impulso económico. Los anfitriones suelen recibir ingresos sustanciales por turismo, consumo en hoteles y restaurantes, transporte, entretenimiento y actividad comercial alrededor de las sedes. En Qatar 2022, por ejemplo, los ingresos directos —entre gasto de visitantes, derechos de transmisión y otras fuentes— oscilaron entre US$ 2.3 y US$ 4.1 mil millones, mientras que las estimaciones de impacto total para su economía alcanzaron hasta US$ 17 mil millones.

México, de cara al Mundial 2026 que organizará junto con Estados Unidos y Canadá, proyecta inversiones considerables. Los tres estados sedes han comprometido cerca de 225 mil millones de pesos (aprox. US$ 12 mil millones) en infraestructura urbana, deportiva y de transporte; además hay otros gastos de organización que se deberán cubrir. Se espera la llegada de más de 5.5 millones de visitantes adicionales, lo que podría traducirse en US$ 3 mil millones de derrama económica. 

Sin embargo, aunque este panorama económico pueda lucir prometedor sobre el papel, la realidad social desmantela el optimismo financiero. A la presidenta se le acumulan conflictos con agricultores, empresarios, trabajadores y diversos sectores sociales que se sienten ignorados o presionados. Y si bien no estamos en 1968, es inevitable recordar el ambiente previo a aquellas Olimpiadas, cuando México —y el mundo— vivían las tensiones de la Guerra Fría y el gobierno de Díaz Ordaz optó por la represión estudiantil para garantizar la realización del evento. Hoy el contexto es otro, pero la lección histórica permanece.

A esto se suma, y no es un gesto menor, la polémica decisión de la presidenta —hasta ahora expresada— de no asistir a la ceremonia de inauguración. Es una medida que puede interpretarse como desdén hacia los deportistas, a los visitantes extranjeros y, sobre todo, hacia los propios mexicanos amantes del futbol, o quizá, la presidenta no se quiere exponer a la rechifla. Y no menos importante: urge generar conciencia sobre el comportamiento en los partidos. Las expresiones homofóbicas, las porras vulgares y la violencia en los estadios siguen dominando buena parte de nuestros torneos, proyectando una imagen lamentable de la cultura mexicana ante los ojos del mundo.

El tiempo corre y queda muy poco para "limpiar la casa". El reto no es solo organizar un evento, es demostrar que México puede ser un anfitrión digno, seguro y respetuoso, atendiendo los problemas que hierven bajo la superficie.

Leticia Treviño es académica con especialidad en educación, comunicación y temas sociales, leticiatrevino3@gmail.com