De cuerpo rollizo y mente ágil, G. K. Chesterton aceptaba a regañadientes el testimonio de sus mayores de que había nacido el 29 de mayo de 1874 (el mismo año, por cierto, de la llegada al mundo de Winston Churchill) en Kensington, un barrio londinense de clase media. Y lo aceptaba porque no le quedaba más remedio. Acostumbrado a dudar de las certezas y a darle la última vuelta a la tuerca de los lugares comunes, no se dejaba llevar por la corriente. Estaba lejos de ser un científico, y, sin embargo, le apetecía mirar dos veces a las cosas y de comprobar con sus manos regordetas las dimensiones, pesos y medidas de éstas. "La historia de mi nacimiento podría ser falsa. Podría ser el heredero, perdido durante tanto tiempo, del Sacro Imperio Romano o un niño abandonado por unos rufianes de Limehouse en el umbral de una casa de Kensington que en su madurez desarrolló una abominable herencia criminal", sostenía en su suculenta Autobiografía para luego añadir: "Algunos de los métodos escépticos aplicados al origen del mundo podrían aplicarse a mi origen, y un investigador serio y riguroso llegaría a la conclusión de que yo no he nacido jamás".
Lo cierto es que sí había nacido en el lugar y la fecha relatados por la parentela. También fue verdad que fue bautizado en la fe anglicana, que recibió instrucción en dibujo y pintura, y que tuvo en su juventud interés por el ocultismo. Tampoco fueron secretos su "caída" en el agnosticismo ni su posterior conversión al catolicismo. Chesterton narraba su vida a la menor provocación, y le gustaba hacer lo mismo con las vidas ajenas: fue un extraordinario biógrafo y dejó obras memorables sobre Dickens y sobre san Francisco, entre otros. Tenía por hábito apagar el fuego con fuego; la paradoja era su forma de transitar por los sinsentidos de la vida moderna. Sobre el viaje, por ejemplo, solía afirmar que la mejor forma de hacerlo era no salir de la habitación propia, porque "viajar es abandonar el interior y acercarse peligrosamente al exterior. Mientras consideramos a los hombres en abstracto, como desnudas figuras de un friso clásico afanadas en su labor, como criaturas que sencillamente trabajan, aman a sus hijos y mueren un día, estamos pensando en su verdad fundamental. Yendo a contemplar sus usos y costumbres ajenas, en cambio, estamos invitando al hombre a ocultarse tras fantásticos disfraces y máscaras".
De los múltiples registros literarios que ejercitó con talento, fue quizá en el ensayo donde mejor definió su voz, sin nunca delimitarla ni enclaustrarla. El ensayo le permitió practicar el humor (llevarlo sin trabas de la conversación al papel), pero, sobre todo, lo empujó a explorar las infinitas posibilidades de la argumentación. Debo confesar que, quizá por eso, prefiero cualquiera de sus notas ensayísticas a sus ficciones y poemas. En Chesterton toda acción es discurso. Las palabras son ágiles y flexibles, en contraste con su fisionomía corpulenta y pesada.
En El hombre que fue jueves (1908), tal vez su novela más recordada, el poeta Gabriel Syme termina reclutado por Scotland Yard para combatir a una célula anarquista (para alguien que buscaba por todos los caminos del pensamiento la trascendencia de las tradiciones, nada resultaba más opuesto – y a la vez más atrayente- que el anarquismo). "Gabriel Syme no era un detective que pretendiera ser poeta: era realmente un poeta que se había hecho detective". Algo así podríamos decir de Chesterton: no fue un novelista que escribía ensayos, sino un ensayista que escribía novelas.
Muy pronto entendió que el mundo moderno era prosaico y profano, tal era su esencia materialista: la heterodoxia se había convertido en norma; su respuesta fue la rebeldía, hacer de la ortodoxia una manifestación moderna y vigente, a la cual le guardó fidelidad hasta la tumba. Murió el 14 de junio de 1936, algunos testimonios afirman que su última palabra fue "hola".