No sé si Genaro García Luna será declarado culpable o inocente en el juicio que se le sigue. No tengo opinión firme sobre la teoría del caso que ha presentado la fiscalía ni sobre la estrategia que ha seguido la defensa hasta ahora.
Sí sé en cambio que lo visto en Nueva York sería inconcebible en México dado nuestro actual arreglo institucional.
Consideren un hecho: este caso se construyó a lo largo de una década. El testimonio que rindió en el tribunal Sergio Villarreal Barragán, alias El Grande, fue presentado a investigadores de la DEA en 2012. Otros testimonios que probablemente escucharemos en el juicio (el de Jesús “El Rey” Zambada, por ejemplo) llevan también muchos años en el expediente.
Esta lenta construcción de evidencia es necesaria porque los estándares probatorios son muy elevados. Contrario a lo que pasa en México, un proceso acusatorio empieza efectivamente con una acusación plenamente integrada, no con una imputación colgada de alfileres a la cual le sigue, después de la vinculación a proceso, una etapa de investigación complementaria. Es decir, allá se investiga para detener y aquí se detiene para investigar.
Por otra parte, hay en el sistema estadounidense una clara división del trabajo. La investigación es realizada por la policía (la DEA en este caso) y no por la fiscalía. Esta asesora la investigación, pero no la conduce. En esa medida, puede servir de freno a los impulsos policiales. Se sabe, por ejemplo, que la fiscalía se negó a judicializar el caso de García Luna solo con la evidencia proporcionada por Villarreal y exigió la acumulación de más pruebas antes de proceder.
En México, en cambio, todo habría quedado en el ámbito de las fiscalías, con la policía de investigación y el ministerio público operando sin mayor separación institucional.
Asimismo, hemos empezado a ver en estos días la potente combinación de garrotes y zanahorias que ofrece un sistema judicial como el estadounidense. Este es un caso construido sobre la evidencia proporcionada por testigos colaboradores, muchos de los cuales fueron llevados (probablemente) al redil de manera secuencial: el testimonio de una persona hace posible que otros decidan colaborar con la fiscalía. Y eso es posible porque el sistema intimida, pero también ofrece múltiples salidas a los inculpados, sujetas a supervisión judicial.
Contrasten ese hecho con lo sucedido en México con el caso Odebrecht: la (supuesta) colaboración de Emilio Lozoya no ha facilitado la atracción de otros testigos de peso. El asunto se agotó en una negociación perversa entre Lozoya y la FGR. A varios años de iniciado el proceso, no estamos un milímetro más cerca de la verdad y la justicia.
Asimismo, es importante notar que, en el caso de García Luna, la culpabilidad o inocencia no será decidida por un juez, sino por un jurado de personas comunes y corrientes. Hay argumentos a favor y en contra de su sistema de esa naturaleza, pero vale la pena destacar que, para bien o para mal, un jurado sirve de contrapeso a los sesgos del juzgador y ayuda a equilibrar la cancha. La fiscalía debe presentar un caso que convenza más allá de dudas razonables no a una persona, sino a doce. Y por ello, la barra probatoria se vuelve más alta.
Por último, un juicio como el que se le está siguiendo a García Luna tiene un efecto pedagógico que difícilmente tienen los procesos penales en México, envueltos aún en altas dosis de formalismo (a pesar de la transición a un sistema oral). La justicia se vuelve así mucho más visible.
En resumen, más allá del desenlace, tendríamos que aquilatar los aprendizajes del proceso.
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