Ayer, mientras redactaba este artículo para este importante periódico, me percaté de que era primero de diciembre; es decir, tomé conciencia de que prácticamente estamos finalizando el año 2024. "No puede ser", pensé. Apenas estoy disfrutando este periodo de tiempo, y está por acabar.
Así que no pude evitar reflexionar sobre el significado de estas fechas asociadas al duodécimo mes del año. Con diciembre se abre un periodo de reflexión y esperanza a la vez. En realidad, el tema reflexivo es un microduelo, porque se cierra una etapa y se abre otra. Lo de la esperanza depende del tono depresivo o el entusiasmo que guardemos sobre el futuro inmediato.
Representa un momento en el ciclo del tiempo donde lo viejo y lo nuevo se encuentran ligados en un instante, dando pie a un espacio para cerrar capítulos y abrir nuevos caminos, tanto en lo personal como en lo colectivo.
Tengo que ser sincero con la amable lectora y lector. Realmente, estas reflexiones que comparto tienen como base la experiencia personal y también los lugares comunes que la gente expresa como parte de esta vivencia existencial.
Hoy en día, como nonagenario que soy, celebrando al máximo la vida, los propósitos y metas para este 2025 no representan más que alegatos de la cultura del esfuerzo, que no sé si vale la pena vivirla y apegarse a ella. Sí reconozco que, en su momento, cuando era joven, mi única esperanza era el trabajo y el esfuerzo por salir adelante, por alcanzar mis metas personales y profesionales. Y de manera modesta, lo digo: sí tuve éxito en lograr la mayoría de ellas.
En su momento viví la vida de forma intensa, apegado a estos deseos de triunfo y éxito. La política fue un medio que me permitió convertir la vida en lucha, en un desafío constante y una determinación inquebrantable.
¿Valió la pena este esfuerzo continuo? Sí, porque salí de la pobreza infantil y, de manera honrada, gracias al trabajo ininterrumpido, logré un patrimonio que me permite una vida nonagenaria con la certeza de contar con los mejores servicios de salud, una alimentación saludable y una existencia sin estrés. No tengo deudas, duermo hasta que lleno, nunca ando desmañanado ni desvelado. Tengo a los figlios y a los hijos e hijas de los figlios que me visitan todos los días. Procuran no traerme problemas ni tampoco son abusivos, queriendo aprovecharse de mi pensión económica y mis rentas.
La dieta saludable que llevo sólo es de lunes a sábado; los domingos tengo la libertad de comer lo que se me antoje. Así que ayer no faltó en la mesa barbacoa de pozo cocida en penca de maguey y un menudo rojo con abundantes carnitas, cebolla picada y tortillas hechas a mano.
Ayer precisamente, mi figlia Estefanía me preguntó si era yo budista. Al parecer, percibió que mi actitud de desapego es mayor que antes. En realidad, mi alma sigue siendo marxista, leninista y gramsciana. Imposible profesar alguna religión o algo parecido. Mi desapego se debe a la fase del ciclo vital en que me encuentro, pero sigo creyendo en la lucha de clases como motor de la historia, en la conciencia colectiva más que en la individual.
Durante esa plática, me explicó la reencarnación como una inercia inevitable del alma por tener experiencias que la enriquezcan: una vida tras otra, sin parar, hasta que llega el punto en que pueda ser liberada por el nivel de conciencia espiritual que alcance.
Me dio una cátedra sobre la diferencia entre reencarnación y renacimiento. Definió la metempsicosis como la posibilidad de que el alma humana emigre en otra vida a un cuerpo animal o una planta. Sin embargo, me dijo que eso no era posible evolutivamente hablando desde el desarrollo de la conciencia.
Gracias a su sapiencia, logré entender la teoría de la transmigración de las almas. Recordé mis lecturas de Platón y comprendí que no todo en la filosofía radica en el materialismo dialéctico. Pero fui sincero con ella y le confesé que mi alma es atea, materialista y comunista.
—No importa —me respondió—. Es muy probable que, después de esta vida de ateísmo y materialismo, reencarnes en una vida de mucha fe y religión.
—No puede ser —me resistí y cité, de memoria, al viejo Marx—: La religión es el suspiro de la criatura oprimida —y luego rematé con vehemencia—. ¡Es el opio del pueblo!
La figlia Estefanía hizo caso omiso a mis argumentos y decidió ir al grano. Me preguntó:
—¿Te gustaría, en tu próximo renacimiento, llegar a ser un monje budista?
Obviamente, lo negué, pero tuve que reconocer íntimamente que, desde mi lectura juvenil del diálogo Fedón o Sobre la inmortalidad del alma de Platón, la teoría de la transmigración dejó una huella silenciosa en mi memoria.
—Recuerda, nonno, el alma tiene 49 días después del fallecimiento para liberarse del samsara. Si no lo logra, reencarnará nuevamente, una y otra vez —insistió la figlia Estefanía.
Seguramente observó cierta incredulidad en mi mirada. Llevó sus manos al enorme bolso Diamond Forever color rosa y extrajo un extraño libro que me entregó.
Digo extraño porque en la portada había varios círculos con deidades en su interior y, al centro, un monje sentado en posición de loto.
—Es el Bardo Thodol —me dijo.
Lo tomé y pude leer el título con claridad: Libro tibetano de los muertos. Inmediatamente recordé un texto que leíamos en la fraternidad masónica: El libro de los muertos, pero era de origen egipcio. También pensé en el Libro de las Puertas, el Papiro de Ani, el Libro de las Cavernas, el Libro de Amduat, entre otros.
Definitivamente, diciembre pinta para ser un mes de gran reflexión. Las metas y logros no sé aún qué tanto he avanzado en ellos, pero los aprendizajes filosóficos han sido copiosos, y así espero que sigan en el 2025.