En estos días de múltiples soportes para la escritura y la lectura, vale la pena preguntarse por el tipo de comunicación que estamos entablando. Tenemos ahora la posibilidad de establecer contacto inmediato con nuestros interlocutores. ¿Pero qué sucede con las otras formas de diálogo? Pienso en las manifestaciones que ayudan al autoconocimiento. En otras palabras: ¿cómo nos leemos a nosotros mismos?
Elias Canetti, en su ensayo “Diálogo con el interlocutor cruel”, se refería a un tipo especial de escritura y de lectura. Lo que el autor búlgaro sugería era un proceso privado, de autoconciencia y dirigido por una mirada crítica. Me refiero a la escritura y la lectura de diarios, cartas y apuntes. Y más precisamente, a la redacción de diarios escritos por escritores. ¿Por qué, como se cuestionaba Canetti, una persona que vive de la escritura precisa de un diario? Una respuesta rápida asociaría está acción con efectos terapéuticos. El creador lleva un diario para calmar sus demonios, para registrar lo que la ficción no puede curar. Es una forma de evasión, pero a la inversa. El encuentro con uno mismo. “Quien realmente quiere saberlo todo, lo mejor que puede hacer es aprender de sí mismo”, apuntaba Canetti. A través del diario, la vida del creador literario cobra un sentido temporal, pero me apresuro a aclarar que dicho sentido tiene más que ver con la descripción de una experiencia (su interpretación y recuerdo) que con el registro cronológico de eventos. Sin duda, Kafka es de nuevo un ejemplo supremo de este tipo de escritor. Su Diario y sus cartas iluminan un proceso creativo intenso, doloroso y hasta contradictorio, al mismo tiempo que dan cuenta del paso del autor por este mundo. La confección paralela del diario kafkiano adelanta los alcances de su creación y continúa proveyendo hasta el día de hoy una riqueza expresiva sin límites. Pienso en Canetti leyendo el Diario y las cartas del narrador praguense (lectura de suyo provechosa que dejó un ensayo a ratos insuperable: El otro proceso de Kafka, de 1968), o en Roberto Calasso y Ricardo Piglia. Y, sin embargo, Kafka escribió su Diario para él mismo. Él sería su destinatario, su interlocutor primario. El más temido lector. (Lo mismo sucede con sus cartas: ¿para quién las redactó? ¿Para Felice, para Milena, para el padre, o para él mismo?) De Kafka, al final nos queda ese diálogo interno, primigenio, despojado de fórmulas o protocolos.
El Diario nos revela al lector moderno (aquel que hace de Sancho Panza el autor del Quijote), al crítico sempiterno y al observador de todas las horas. También nos muestra al escritor que lucha por encontrar su palabra y duda de sus capacidades. Un ejemplo, entre muchos posibles, lo hallamos en la entrada del 15 de noviembre de 1911, ahí confesó: “Es seguro que todo lo que he ideado anticipadamente, con buen ánimo, palabra por palabra, o bien de un modo incidental pero con palabras precisas, al intentar transcribirlo en mi escritorio, queda seco, alterado, inmovilizado, molesto por cuanto me rodea, temeroso, pero sobre todo fragmentario, aunque nada haya sido olvidado de la idea original”. Y, sin embargo, podemos leer el registro de esta frustración como parte del proceso creativo. Escribir que no puede escribir se convertiría para Kafka en una manera de exorcizar sus demonios y de preparar el camino para las grandes obras. Basta asomarnos a la entrada del 23 de septiembre de 1912: “Esta narración, La condena, la he escrito de un tirón, durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. La tensión y la alegría terribles con que la historia se iba desplegando ante mí, y cómo me iba abriendo paso entre las aguas.”
Tal vez ahora como nunca se eche de menos la escritura de los diarios y la redacción de cartas por parte de esos escritores que perseguían un coloquio con su propia experiencia. En la actualidad, lo privado se ha convertido en una forma de publicidad barata y efectiva. Muchos de los nuevos diarios, autoficciones, y videos promocionales de toda laya se redactan y graban como un recurso desesperado para no caer en el anonimato mediático. Todos buscan lectores, pero omiten al lector original, al interlocutor primario.