Comienzo a llenar estos renglones el 23 de abril, fecha en que se conmemora al libro y a los derechos de autor. A mí me gusta, sin embargo, recordar este día apelando a los derechos de la lectura y evocar la manera en que ella "afecta" y transforma nuestras vidas. Hace unos días visitó mi casa el poeta Armando Alanís. Armando está preparando un programa audiovisual titulado "La Casa de los Libros" (de próxima aparición) y busca entrevistar a escritores para hablar de sus bibliotecas. El detonante de su proyecto es el fenómeno, cada vez mayor, de autores que no poseen libros en su casa o entorno inmediato. La ya añeja amenaza de la desaparición del libro parece que sigue rondando, pero, afortunadamente, sin cumplirse de manera total. Una anécdota viene a cuento. Hace más de dos décadas, el académico Walter Mignolo nos dijo en una clase: "en veinte años comenzaremos la interpretación del cuento de Borges ´La biblioteca de Babel´ explicando a los alumnos qué es una biblioteca". El desenlace no fue la desaparición, sino la coexistencia, la combinación de soportes digitales y materiales. De cualquier manera, la inquietud planteada por Armando permanece. ¿Cuántas bibliotecas personales existen en la actualidad? No tengo ni los datos ni la imaginación para aventurar una respuesta más o menos precisa; pero sospecho que no son pocas, y cada una responde a las búsquedas y pasiones de sus dueños, al tiempo y sacrificios invertidos.
Al ordenar mis libros para la entrevista, recordé cómo habían llegado a mis manos y de qué manera los había leído. Encontré otros que suponía irremediablemente perdidos. Uno de ellos era, paradójicamente, Los libros en mi vida, de Henry Miller: primera entrega de un gigantesco proyecto de autobiografía lectora, en donde Miller recordaría los libros y autores que lo habían formado y definido como escritor.
En algún momento de la entrevista, Armando me preguntó por el primer libro que había comprado y le mostré una edición muy sencilla y popular de Así habló Zaratustra, de Nietzsche, que compré, en la adolescencia, en un mercado. No podría afirmar que el nivel de comprensión de mi primera lectura de ese libro fuera alto, pero sí lo suficientemente perturbadora para impulsarme a buscar más libros y datos sobre el autor y el tema. Y creo que así fui armando mi biblioteca, como una red subterránea de relaciones entre libros, autores y búsquedas personales. No hubiera podido avanzar en esta empresa sin las librerías de viejo: mis libreros resguardan volúmenes que pertenecieron a otros lectores y seguramente el mismo futuro le espera a mi biblioteca. Ellos permanecen y nosotros somos efímeros.
Confirmé esta idea a los pocos días, al visitar la librería de mí amigo Hugo en la calle Guerrero. Hugo me mostró una caja con libros que había adquirido recientemente: pertenecieron a un contador, me dijo antes de abrirla, y en espera de mi sorpresa. Había en ella primeras ediciones de obras como La crítica en la edad ateniense (1941) y El deslinde (1944), de Alfonso Reyes, con sendas dedicatorias del autor; un ejemplar de A ocho columnas, la polémica pieza teatral de Salvador Novo, también acompañada por una dedicatoria del ex miembro de los Contemporáneos. Podría seguir con la enumeración, sólo añadiré que, en el breve inventario que hicimos, existía un volumen de Elena Garro con la firma de la autora y la fecha anotada al calce: el año era 1991. Tenemos aquí, pensé, el registro de más de cincuenta años en la vida de un lector: testigo anónimo del desarrollo de medio siglo de la literatura mexicana (un periodo, para más señas, definitorio de su modernidad). Aquí está la bitácora de una persona que, por las mañanas y las tardes, y de lunes a viernes, llenaba de cifras los cuadernos de contabilidad y al fin de mes sacaba los balances, pero en sus tiempos libres leía y atesoraba cuanto ejemplar iba saliendo de las prensas. Se discute con frecuencia de la importancia de reescribir la historia de la literatura mexicana, yo añadiría a esa demanda la urgencia de visibilizar las historias de sus lectores.