No hay ninguna razón para pensar que la distribución de beneficios fiscales sujetos a la lealtad política sea una política democrática. Tampoco la hay para creer que lo es la concentración de poder del Estado en manos de un grupo que se proclama inmune a toda mala obra o pensamiento impuro. Reducir a caricaturas lamentables al federalismo, al poder Legislativo y al Judicial, impidiendo el cumplimiento de sus funciones constitucionales es autoritarismo de manual para repúblicas bananeras. Combatir las ideas críticas u opositoras en nombre de la “Única Verdad” proclamada desde el podio mañanero, y asediar sistemáticamente a la prensa crítica es ir contra uno de los derechos fundamentales de la democracia: la libertad de expresión. Tratar de partirle el espinazo a la institución electoral independiente, imparcial y transparente que les garantizó el triunfo en 2018, aun violando las normas constitucionales, es convertir la democracia en autocracia refrendaria. Al sumar el daño que se ha infligido a las instituciones de transparencia y rendición de cuentas, no cabe duda alguna de que lo que vemos en conjunto es un proceso deliberado de desdemocratización.
Sin embargo, el vocero único de la “transformación” ve en esas acciones las piedras angulares de un gobierno del pueblo, porque “por encima de la ley está el pueblo”. La falsedad de esta afirmación es tan sabida que no resiste el menor análisis. Desde la antigua Grecia se le conocía como el principio de la demagogia y el camino hacia la tiranía. En la democracia el pueblo acuerda principios y procedimientos para darse la ley fundamental que está basada en la igualdad, y ésta incluye la igualdad para disentir en y de la comunidad política con pleno derecho. Esa idea que Obrador ha convertido en su lema de gobierno es el principio del método que corrompe a las democracias en autocracias, lo mismo en la Rusia de Putin que en el Estados Unidos de Trump.
Lo que no se ha explicado en suficiencia es por qué militantes y miembros de la cuatro te, de quienes se podría predicar que en algún momento pasado se les ha visto pensar, razonar y dialogar y que, en etapas anteriores lucharon por la democracia tal y como hoy la conocemos (aunque aún muchos, si no todos, la juzgamos incompleta y defectuosa), consideran que este lema del gobierno de AMLO es favorable a la democracia. A mi parecer solamente caben dos respuestas: o han traicionado la lucha del pueblo mexicano por la democracia constitucional o han asumido que la forma de mirar la democracia a través del populismo retardatario de su jefe es la “verdadera” democracia. En el primer caso estamos frente a oportunistas y saltimbanquis de la peor ralea que conforman, a mi parecer, el núcleo duro de Morena; esos que vemos figurar todos los días como funcionarios o parlamentarios serviles y obsecuentes. En el segundo caso estamos ante individuos que consideran que la llegada a un estadio más democrático es lo mismo que la apropiación del poder por un solo proyecto político hegemónico o único, así sea a punta de golpes legislativos en contra de la Constitución, la ley y los derechos de los mexicanos. De los primeros no se puede esperar, sino que coman de la mano que los alimenta hasta que los motivos para la traición sean más poderosos que la lealtad —y este momento se acerca—. De los segundos solamente se puede decir que su equivocación es tan grande como la que, en su momento y lugar, tuvieron que reconocer los más lúcidos partidarios del cambio revolucionario. Los que no habían muerto debieron reconocer que no seguían, como creían, el camino de la Historia, sino el de voluntades totalitarias.
El mejor indicador de su irresponsabilidad es la negación para el debate y la deliberación pública de las ideas que dicen guiarlos. Estarían obligados al uso de la razón, al que han renunciado expresamente para no poner en duda su sometimiento. Si aceptaran el razonamiento público tendrían que reconocer que han sido cómplices de la desdemocratización de este país, empeño en el que sin duda fracasarán.