En 2019, el Congreso de la Unión modificó el artículo 148 del Código Civil Federal, a fin de establecer la condición de haber cumplido 18 años para poder contraer matrimonio, con lo que se pretendió defender a niñas y niños de los casamientos infantiles que se acostumbran en algunos estados de la República.
Sin embargo, este cambio normativo chocó de inmediato con una realidad en la que miles de niñas siguen siendo vendidas para contraer matrimonio, como si fueran mercancías, privándolas de su derecho a la felicidad y a una vida plena, todo justificado bajo el argumento de los usos y costumbres que algunos lugares del país aún sostienen.
Es decir, los cambios legales han sido insuficientes para resolver la situación de vulnerabilidad de las niñas que enfrentan esta situación. Por eso, con el motivo de ir más allá, presenté ante el Senado de la República una iniciativa de reforma al segundo artículo constitucional, para proteger el interés superior de niñas, niños y adolescentes, sin que se pueda justificar práctica en contrario, por el ejercicio de los usos y costumbres de las comunidades.
Es importante señalar que estas usanzas están relacionadas de manera estrecha con la pobreza, tanto en México como en otras regiones del mundo, pese a que se encuentran prohibidas prácticamente en todos los países, salvo en los lugares en donde se permite la unión entre personas adultas y menores, con el consentimiento de quienes legalmente pueden otorgarlo, así como en los casos en que es aceptado por el derecho religioso o el consuetudinario, es decir, por usos y costumbres.
Por eso, erradicar el matrimonio de infantes representa parte fundamental en el desarrollo de las comunidades y las naciones, ya que se encuentra vinculado a otros fenómenos que complejizan la cuestión, como los embarazos precoces, la baja escolaridad, la dependencia económica y otras formas de violencia.
Se tiene registro de algunas comunidades indígenas que en México ya han emprendido la prohibición de estas prácticas, si bien fundada en los problemas económicos que representan para las familias sin hijas mujeres, también en el interés del libre desarrollo de la personalidad de las personas, pues algunas mujeres que han logrado salir de esos contextos regresan a sus localidades con una visión moderna de libertad para realizar enlaces matrimoniales y decidir la cantidad y espaciamiento de sus embarazos.
El Poder Legislativo debe responder ante los cambios sociales que se están suscitando en esta materia, y aunque la regulación secundaria desde 2019 prevé la imposibilidad legal de contraer matrimonio durante la minoridad, establecer en el rango constitucional la supremacía del interés superior de la niñez ante los usos y costumbres supone un marco normativo congruente y blindado contra posibles violaciones.
Las cifras son alarmantes. En 2008, 42 por ciento de las indígenas de los Altos de Chiapas señalaron haber sido víctimas de golpes y humillaciones en su niñez; 41 por ciento, de violencia por parte de sus parejas, y 10 por ciento, de violencia sexual.
No se puede dejar de señalar que el cambio legislativo es sólo un primer paso rumbo al cambio de una cultura en que la protección de los derechos de las niñas y de los niños sea el mayor bien que una sociedad puede tener. Es insoslayable que un país que no protege a quienes son más vulnerables está destinado a vivir en la injusticia y, parafraseando a Óscar Wilde, la mejor manera de garantizar el bienestar de una niña es asegurando su felicidad; hacerlo es una materia impostergable y una responsabilidad ineludible de todas las personas adultas.
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