Mientras la oposición agarra aire, la candidata oficial va por todo. Hace unos días en Oaxaca la corcholata finalista de López Obrador proclamó como su objetivo principal el Plan C de su jefe. El plan consiste en acabar con el Poder Judicial como contrapeso del Poder Ejecutivo y convertirlo en una instancia legitimadora de los actos de gobierno de la 4t. Para conseguir este objetivo llama a cumplir con el medio indispensable que es obtener la mayoría calificada en el Congreso de la Unión, de paso consolidando la sujeción del Legislativo al Ejecutivo.
AMLO reveló el "Plan C" en marzo pasado cuando el ministro Javier Laynez admitió la demanda del INE en contra del proyecto de reforma electoral del oficialismo (que a su vez consistía en jibarizar la institución electoral). Al darse cuenta de que la demanda de inconstitucionalidad procedería, el presidente abrió su juego contra la democracia constitucional: subyugar al Poder Judicial mediante elección popular movilizando a la clientela con la que cuenta gracias a la distribución de dinero en efectivo entre sus simpatizantes. Como ya lo permite ver el Inegi y las brigadas de servidores, hace rato que los favorecidos no son los viejitos o los jóvenes, sino su clientela y punto.
El plan C les falló en 2021, gracias a que la ciudadanía les arrebató la mayoría cuasi-calificada con la que contaban y, aunque aún tienen una sobrerrepresentación en el Congreso, ya no pudieron hacer cambios a la Constitución, como sí los habían hecho en la Legislatura anterior ayudados por la ingenuidad de las bancadas de la oposición. Alentado por la insignificancia de la oposición hasta antes de Xóchitl y el FAM, AMLO inició la campaña electoral desde hace años y en este mes decanta a su muy anunciada delfina. La eufemística coordinadora de la defensa de la transformación (whatever that means) inicia su campaña electoral enarbolando el objetivo fundamental de toda autocracia: hacerse por completo del poder absoluto. Conseguir la mayoría calificada en las cámaras obteniendo más votos que AMLO en 2018.
No cabe ninguna duda, pues. El juego de Morena no es la democracia constitucional sino el mayoritarismo sin límites para imponer un modo de vida y una forma de pensar desde el sistema político, el gobierno y en todo el espacio público. Es el fin de la pluralidad política, del diálogo político entre las fuerzas reales de la sociedad mexicana. Someter a todas esas corrientes a una sola que sea dominante y no tenga necesidad de compartir el espacio con nadie. Una utopía en la que los perdedores se queden sin nada. Si fuera necesario, inclusive sin representación parlamentaria, en la Federación, los estados y los cabildos municipales.
Un solo proyecto para todos los mexicanos conformado por una canasta de males (pues no será de bienes) que no incluye a la democracia, sino que la excluye deliberadamente. Conocemos de sobra las falacias y sofismas sobre los que está construida esa propaganda política. El fundamento es la oposición entre conservadores y transformadores. Emulando caricaturescamente el siglo XIX mexicano, cuando efectivamente hubo una guerra civil entre liberales y conservadores por la República o el Imperio, quieren convencernos de que estamos ante algo semejante. Nada más falso que esta pretensión inducida por AMLO desde su púlpito mañanero. Ninguna fuerza política con excepción de Morena y partidos que le acompañan reniega de la democracia. Ellos son los únicos que buscan suprimirla con la argucia de que la imposición de un solo proyecto y una sola voluntad serían más democráticos que el pluralismo.
Con este proyecto reavivan los rescoldos del totalitarismo que ocasionó las más sangrientas masacres y genocidios del siglo XX y que ya se hace presente en Venezuela, Cuba y Nicaragua en versiones debidamente tropicalizadas. Está por verse si lo consiguen, pero el solo intento pone en cuestión la viabilidad democrática del sistema mexicano por un partido que no acepta las reglas elementales de la democracia y proclama la regresión como política de "cambio".