“Yo también estoy establecido, en el sentido de que me he dado cuenta de que yo mismo soy mi centro de gravedad…”, le confesaba Gustave Flaubert a su madre en una carta enviada desde Constantinopla el 15 de diciembre de 1850. No era un acto de egoísmo, sino una estrategia de defensa: la madre le cuestionaba y presionaba sobre su porvenir: ¿se casaría algún día? ¿Sentaría la cabeza y formaría una familia? En pocas palabras, le interrogaba si iba a establecerse de una buena vez. Flaubert, que aún no cumplía los 30 años, se había escapado con su amigo Maxime Du Camp en un largo viaje por Oriente. La travesía era también una manera de terminar, por primera vez, su amorío con Louise Colet y de repensar y revalorar su propia vocación literaria. Hijo de un cirujano de provincia y de una mujer perteneciente a familias de médicos, el joven escritor creció en un ambiente donde reinaba el deseo de la estabilidad. Las opciones eran pocas, él se decidió por estudiar Derecho, más como una excusa para salvar y prolongar sus horas de lectura (que incluían a los clásicos) y como pretexto para estudiar griego y latín, que como vía para ganarse la vida. Como buen artista en ciernes, muy pronto se rodeó de “cómplices”: amigos que compartían el gusto por la literatura, como el mismo Du Camp.
Su biógrafo, Jacques Suffel, relata las múltiples estrategias juveniles que tanto Flaubert como sus camaradas de bohemia desplegaban para tratar de vivir a su manera, fuera de las convenciones. “Dedicarse a una carrera, fundar una familia, eran objetivos incompatibles con la vida de artista tal como ellos la concebían. La literatura y el arte eran, a sus ojos, un sacerdocio exclusivo”. Pero, ¿cómo ejercer ese oficio entre las presiones familiares y los agobios económicos? Por supuesto, hubo momentos de flaqueza: “En cuanto a escribir, he renunciado totalmente, y estoy seguro de que jamás veré mi nombre impreso; ya no tengo fuerzas, no me siento capaz, afortunada o desgraciadamente es verdad…”, así se lamentaba, por carta, ante su amigo Ernest Chevalier el 23 de julio de 1839.
¿Por qué resulta tan significativa esa reticencia de Flaubert a la vida burguesa? En su reacción yacen muchos de los motivos que alimentarán al arte moderno: el ansia de autonomía, el deseo de profesionalización, y la búsqueda de la perfección en el manejo de la forma. “El estilo, que es algo que me tomo muy en serio, me altera los nervios horriblemente…”, le confió a Luise Colet en una misiva nocturna fechada el 2 de octubre de 1847. Muchas de estas aspiraciones, es preciso decirlo, resultaron inalcanzables, y se podría afirmar que Gustave Flaubert fue un escritor burgués y que su obra se desarrolló en ese medio. Esto no reduce un ápice la trascendencia de ese deseo. Ahondaré más en este punto.
El registro del proceso de creación de Madame Bovary (1856) es una fuente inagotable para la indagación de los misteriosos senderos de la creación literaria. Sus cartas y papeles privados nos descubren a un sujeto que lucha por conquistar su vocación a diario: “¡Qué extraña manía [le cuenta Luise en la carta ya referida] la de pasarse la vida consumiéndose a propósito de palabras y sudando para redondear las frases!” Según contaba a sus amigos o amantes, se podía pasar 8 horas en la corrección de unas cuantas páginas. Esta obsesión creció cuando comenzó a redactar su obra maestra: “¡Nunca había escrito algo tan difícil como lo que hago ahora, diálogos triviales!” (Otra carta a Luise Colet, ésta del 19 de septiembre de 1852). Suffel describe meticulosamente su rutina de trabajo: cada día, al empezar la tarde, se sentaba ante su escritorio y comenzaba a pergeñar páginas. No se detenía sino hasta que sonaba la hora de la cena; tras el último sorbo a la copa de vino y de pasarse la servilleta por los labios, regresaba a trabajar hasta que llegaba la madrugada. Para Flaubert la obra de arte, la verdadera obra de arte, era una obra moral: cambiaba nuestra manera de entender la realidad.
Al colocar la vocación como el centro de gravedad de su existencia, Flaubert puso una de las primeras piedras para levantar el muro que separaría (o intentaría separar) al arte y a la vida moderna. La división, sin embargo, no ha sido total: la cruzan múltiples lazos. Asumir la vocación literaria implica, no el rechazo del mundo exterior, sino la posibilidad de vivir en él de manera diferente. Lo que Flaubert ignoraba era que todas esas estrategias y luchas cotidianas para defender su escritura formarían parte fundamental de su legado literario. Él no es sólo el autor de Madame Bovary, sino la persona que rechazó convenciones y robó horas a la noche para poder escribirla.