Beryl

La naturaleza, en su caos, había revelado una verdad más profunda: la fragilidad de nuestra dependencia tecnológica

En la tensa calma, la playa de Puerto Ventura se encuentra sola, sin camastros, sin huellas en la arena. Una gaviota despistada vuela sobre el cielo negro, que anuncia la tormenta. Somos dos adultos y cinco niños, tratando de gozar el último minuto de quietud en el paraíso de la Riviera Maya. Porque esta noche, llegará como un ladrón. En la madrugada, cuando intentemos dormir, se aparecerá como un fantasma: el huracán Beryl

Nos fuimos a dormir tarde, para que no nos sorprendiera el visitante destructor. Pero la tensa calma venció nuestra vigilia. Antes, Alberto, mi amigo que me había hospedado en su departamento, me pidió que le ayudara a cerrarlo por completamente Entre cortinas de fierro y madera, era como si uno se encerrara en una cárcel, en una caja fuerte, o peor, en su propio ataúd. 

A las cuatro de la mañana, me despertó el zumbido más fuerte que jamás haya escuchado. Parecía el aullido de mil abejas a nuestro alrededor, como si estuviéramos dentro de un panal. Estaba encerrado en mi cuarto, con mis dos hijos Iker y Gabriel, pero ellos, gracias a Dios, dormían el sueño de los justos. Me inquieté por ese sonido ensordecedor del viento; ni siquiera la lluvia se escuchaba caer. Decidí ir al cuarto de mi amigo Alberto que también estaba a piedra y lodo, encerrado con sus tres hijos Sebastián, Emiliano, y Alexander. 

Al salir del cuarto, me paralicé del miedo. Si el sonido era ensordecedor adentro, afuera en la sala, que daba directo a la bahía, sentía que en cualquier momento un bote entraría volando por la terraza. En el exterior parecía una gran pelea de cantina, donde se lanzaban todo tipo de objetos: mesas, sillas, vasos estrellándose unos contra otros. Aunque estábamos protegidos por las cortinas de fierro, seguía inmóvil, oyendo sin ver nada en una oscuridad total. Se había ido la luz y no reconocía la geografía interna del departamento de mi amigo Alberto, ni recordaba dónde me dijo que dejó las velas y lámparas. 

Rompí mi inmovilidad y regresé al cuarto de mis hijos, entre rezos y esperando que el sonido de las abejas en forma de vientos se alejara. Por supuesto, no pude dormir, pero entre la tensión y el cansancio, mis ojos empezaron a cerrarse a medida que los sonidos afuera cesaban. Ahora se podía escuchar claramente la lluvia que caía, un sonido que a mis oídos les pareció una melodía tierna. De repente, se escuchaba una ráfaga de viento como un grito, como un auxilio del mismo viento que lanzaba, pero era también como un aullido que se va apagando, que va muriendo, como el paso del huracán que se despedía de nosotros.  

Al amanecer, la oscuridad persistía no porque aún fuera de noche, sino porque la luz eléctrica seguía ausente. Alberto y yo levantamos las cortinas de fierro, liberándonos de nuestro búnker improvisado. Afuera, el mundo había cambiado: árboles arrancados de raíz, vidrios rotos, autos aplastados por palmeras. Sin embargo, el verdadero pánico no surgió de la vista de esta devastación. Lo que realmente aterrorizó a  nuestros hijos fue la falta de electricidad. Sin luz, no había pantallas, celulares, tabletas ni televisión. Ellos contemplaban el paisaje arrasado sin sorpresa, pero al darse cuenta de que el mundo digital que habitaban se había desvanecido, el miedo se apoderó de sus rostros. En ese momento, comprendí que la verdadera amenaza no era la furia de Beryl, sino la desconexión de la red invisible que tejía su existencia cotidiana. La naturaleza, en su caos, había revelado una verdad más profunda: la fragilidad de nuestra dependencia tecnológica.