He estado en incontables reuniones de trabajo. Mi primer empleo lo tuve mientras estudiaba la preparatoria y de ahí no he parado. Quizás por los temas a los que me he dedicado es común encontrar más hombres que mujeres en esas reuniones. He visto hombres gritar, aventar cosas, ofender directamente a otras personas presentes y hasta perder el control. No pensaría nunca que esas conductas sean adecuadas y reconozco que los entornos laborales han cambiado en estas décadas. Sin embargo, jamás he visto que otra persona presente en la reunión le diga al hombre que pierde el control que no se enoje o que qué duro es o que mejor no sea tan directo. Nunca he escuchado un “ay, Juan, no te enojes, no tienes por qué ser tan claro”. Sí lo he visto, en cambio, cuando es una mujer la que se expresa.
He estado también en decenas de paneles —participando o escuchando— y he visto cómo en muchas ocasiones la persona más preparada del panel —una mujer— es invitada para moderar. La demanda social por una mayor inclusión obliga a los organizadores a incorporar mujeres, pero en lugar de aprovechar su conocimiento y talento las invitan para llevar las conversaciones y medir los tiempos. Hace unos años, en un seminario anual de temas económicos solo participaron dos mujeres. Ambas eran —siguen siéndolo— grandes profesionistas en sus áreas, con experiencia y con una voz pública respetada. ¿Su papel en el evento? Moderar las charlas de los economistas varones.
He visto cómo colegas hombres presentan datos en juntas o conferencias y nadie duda de los mismos. Al contrario, se respeta la autoridad y la certeza con la que los presentan. He visto cómo mujeres hacen exactamente lo mismo, pero sus argumentos enfrentan, en contraste, dudas y descalificación. Incluso se busca la validación de esa información que, por supuesto, tiene que venir de un hombre. Qué alivio se siente en la sala cuando un varón presente respalda lo dicho por esa mujer.
Con estas historias, que suceden con más frecuencia de la que me gustaría, solo pretendo evidenciar ciertos sesgos y conductas que siguen existiendo en el ámbito laboral y público. Creo, incluso, que ni siquiera son conscientes de cómo se comportan, de cómo tratan a las mujeres antes, durante y después de un evento, pero para las mujeres ahí presentes es más que evidente.
El IMCO levantó un sondeo mediante la aplicación de 1,600 cuestionarios que respaldan estas anécdotas. Las mujeres que respondieron tienden a confiar menos en ellas mismas que los hombres que respondieron. Un poco más de una tercera parte de ellos duda de la calidad de su trabajo. En el caso de las mujeres, esa proporción sube a más de la mitad. Una de cada tres mujeres evita asumir tareas nuevas o complejas por miedo a fallar, en el caso de los hombres no llega a uno de cada cinco. Esto repercute también en la capacidad que tienen las mujeres de ser exitosas en sus negociaciones salariales. La brecha de confianza opera en su contra.
Las brechas de género existen y hay que visibilizarlas si queremos tener naciones más justas. Las mujeres participan menos en la economía. Las mujeres reciben salarios menores por empleos iguales. Los estereotipos siguen determinando decisiones personales. Las mujeres tienen que prepararse el doble que los varones para poder acceder a las mismas oportunidades. La vara con la que se les mide es mucho más alta.
No me extraña que historias como las que describo contribuyen para construir esa brecha de confianza que es real y que mina la participación laboral y económica de las mujeres. Ojalá los ochos de marzo sirvan para que todos reflexionemos y hagamos los cambios que se necesitan. Aunque ellos tengan que validar si lo que decimos en esta fecha es real o exagerado.
@ValeriaMoy