Starlink forma parte de esa nueva normalidad tecnológica que hemos asumido casi sin darnos cuenta: miles de objetos cruzando el cielo para sostener servicios que ya consideramos básicos. La órbita baja de la Tierra, antes un espacio relativamente despejado, se ha convertido en una infraestructura crítica, densa y cada vez más frágil. Y cuando algo falla ahí arriba, el problema rara vez se queda en un punto concreto del mapa orbital.
Conviene recordar el contexto antes de entrar en el detalle. La red de Starlink es, con diferencia, la mayor constelación de satélites jamás desplegada, y su crecimiento ha sido tan rápido como ambicioso. Esa escala, que es precisamente la clave de su éxito, también reduce el margen de error tolerable a niveles mínimos. En un entorno tan congestionado, cualquier anomalía deja de ser un simple contratiempo técnico y pasa a convertirse en un factor de riesgo para todo el ecosistema espacial cercano a la Tierra.
Eso es lo que ha ocurrido ahora. Según la información publicada, uno de los satélites de Starlink ha quedado fuera de control, sin capacidad para maniobrar ni ejecutar una reentrada controlada. En la práctica, esto significa que el aparato permanece en órbita baja como un objeto pasivo, incapaz de corregir su trayectoria o responder ante posibles aproximaciones peligrosas. No es un fallo menor, porque en esa franja orbital la velocidad y la densidad de tráfico convierten cualquier imprevisto en un asunto serio.
Este episodio, además, no llega en el vacío. En los últimos tiempos se han producido varios incidentes en los que satélites han estado cerca de colisiones en órbita baja, obligando a realizar maniobras de evasión para evitar impactos. No en todos los casos eran pérdidas de control como la actual, pero sí situaciones límite que ponen de relieve un patrón preocupante: el espacio cercano empieza a funcionar con una tensión constante, donde cada nuevo objeto aumenta la complejidad del sistema.
Aquí es donde entra en juego el debate que muchos prefieren posponer. Un satélite fuera de control no puede esquivar otros objetos ni abandonar la órbita de forma segura, y su presencia prolongada incrementa el riesgo de colisión. Una colisión genera fragmentos; los fragmentos generan más colisiones potenciales. Es la lógica del llamado efecto Kessler, un escenario en el que la acumulación de basura espacial desencadena una reacción en cadena capaz de inutilizar determinadas órbitas durante décadas. Dejar de verlo como una hipótesis teórica es ya una cuestión de realismo.
La responsabilidad en este contexto es difícil de esquivar. SpaceX no es un operador más, y Starlink no es una constelación cualquiera. La escala multiplica las consecuencias de cada fallo individual, y también la obligación de gestionar esos riesgos con el máximo rigor posible. El modelo de despliegue masivo, sin una gobernanza orbital internacional sólida y con mecanismos de control aún en evolución, plantea preguntas incómodas sobre hasta qué punto estamos priorizando la velocidad y el beneficio frente a la sostenibilidad del entorno espacial.
A todo esto se suman los daños colaterales que ya conocemos bien: aumento de la basura espacial, interferencias en la observación astronómica y una degradación progresiva de un entorno que resulta clave para la ciencia y las comunicaciones. Cada satélite incontrolado no es solo un problema puntual, sino una carga añadida a un sistema que empieza a mostrar síntomas claros de saturación.
Al final, perder el control de un satélite no es una anécdota técnica, sino una señal de alerta. La órbita baja se llena más rápido de lo que aprendemos a protegerla, y cada incidente reduce un poco más el margen de maniobra. La pregunta incómoda ya no es si este modelo tiene riesgos, sino cuánto estamos dispuestos a asumirlos antes de que el cielo cercano se convierta en un espacio tan caótico como difícil de recuperar.