Vuestra recompensa será grande en el cielo

Las bienaventuranzas - maldiciones sólo adquieren sentido si se tiene fe en lo que profesamos en el Credo

En los domingos pasados el Evangelio nos ha presentado a Jesús enseñando y despertando la admiración de sus oyentes por el contenido de su enseñanza. En la sinagoga de su propio pueblo de Nazaret, después que Jesús habló, “todos estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lc 4,22). En la sinagoga de Cafarnaúm “quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad” (Lc 4,32). Pero en esas dos instancias previas, y también cuando enseñó a la multitud sentado en la barca de Simón, no se nos dice con detalle qué es lo que decía en su enseñanza. En el Evangelio de hoy, en cambio, por primera vez Lucas nos transmite un discurso de Jesús. Se trata de las bienaventuranzas y maldiciones.

Lucas introduce el discurso con un gesto característico de Jesús: “Alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: ‘Bienaventurados los pobres...”. Este gesto indica los destinatarios del discurso y revela el afecto y el interés de Jesús hacía ellos. Los destinatarios son sus discípulos que están allí presentes y son objeto de su mirada. Los llama a ellos bienaventurados usando la segunda persona plural: “Bienaventurados los que sois pobres, porque vuestro es el Reino de los cielos. Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis. Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien... por causa del Hijo del hombre..., porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.

El discurso habría estado completo si hubiera llegado hasta aquí y habría tenido toda su fuerza de interpelación. Jesús lo hace más incisivo repitiendo la misma enseñanza, pero de manera antitética, por medio de las maldiciones: “¡Ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que estáis hartos ahora!, porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto. ¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas”.

Nadie había dicho antes cosas semejantes y, después de veinte siglos oyéndolas y predicándolas como Palabra de Dios, conservan toda su novedad y su fuerza. Son muy pocos los que hoy día entienden esas palabras. El mundo que nos rodea y todo el ambiente en que vivimos manifiesta su abierto desacuerdo con esa enseñanza de Cristo. En efecto, todos buscan afanosamente gozar aquí de mucha riqueza, disfrutar de la buena y abundante mesa, reir y pasarlo bien y poseer mucha fama y prestigio. Actúan así porque no creen que la palabra de Jesús sea la verdad. Jesús ha dicho claramente que esa situación se invertirá: los que ahora gozan, después padecerán. En cambio, los que ahora sufren son, en realidad, dichosos, porque “su recompensa será grande en el cielo”.

Las bienaventuranzas - maldiciones sólo adquieren sentido si se tiene fe en lo que profesamos en el Credo: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. La mayoría vive como si todo acabara aquí. En esta hipótesis es obvio que hay que gozar al máximo en esta vida, como lo dice San Pablo: “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1Cor 15,32). Son muchos los que no piensan más que en comer y beber y pasarlo bien en este mundo; éstos viven así, porque no creen en la resurrección. Pero, a pesar de que comen y beben ahora, no pueden librarse de la angustia de pensar que “mañana moriremos”.