Cristo Resucitado, en el evangelio dominical, se nos ofrece como un camino realizado en la presencia del Padre, que conduce a plenitud por veredas de obediencia, amor entregado, vida donada. Nos presenta la verdad vivida como coherencia en la humildad de fiarse del único fundamento vital que ha sido la voluntad de su Padre, como fuente amor y de gracia. Él ha vivido vinculado al Padre, no ha hecho nada sin Él. Y nos habla, con su existencia, de una vida sencilla, vinculada con toda criatura, que se recibe como don y se agradece entregándola, porque así se hace eterna en el corazón de lo divino.
Quien se encuentra con el Resucitado no puede ocultarlo. Quien experimenta en su vida a Jesús “vivo”, siente la necesidad de darlo a conocer, de interconectarse, vincularse de corazón y de vida para hacer caminos juntos y juntos buscar la verdad, no la de cada uno, de su ideología, sino la de la verdadera humanidad que se nos ha revelado en el amor entregado, en el pan partido.
El hombre, vinculado a los sentimientos de Cristo, el que ha convivido con él, contagia lo que vive. Se convierte en testigo. Esa fue la experiencia de los discípulos de Emaús, que contaron “lo que les había acontecido en el camino y cómo lo había reconocido al partir el pan” (Lc 24, 35) o de Magdalena que fue corriendo donde los demás discípulos para decirles: “he visto al Señor” (Jn 20, 18).
Encontrarse con Cristo resucitado, es descubrirse uno a sí mismo en la verdad y en el amor, entender que la pequeñez de lo diario está ya en el camino de lo eterno, y que el que ha encontrado la vida, ya nada ni nadie nunca se lo podrá quitar. Nos hemos encontrado con Cristo y ya vamos caminando con él hasta el Padre, guiados y animados por su Espíritu. Ahora en este tiempo de crisis y de angustia, de necesidad de salvación, de salud integral, es necesario nuestro encuentro profundo con Cristo, nuestra convivencia diaria con él. Ahora es momento de vivir nuestra misión sin ambigüedades, en comunión verdadera con lo humano.
En esta sociedad de la comunicación, en este momento de confusión y confinamiento, en esta pandemia tan simbólica del hombre y del mundo, no se necesitan más palabras y discursos. Se necesitan testigos de la vida, de la esperanza y del amor. Pasar del contacto a la verdadera vinculación. No basta estar contactados, hace falta darnos cuenta de que estamos interconectados y que la vida está en la vinculación profunda de pertenencia mutua y de cuidado universal. Sólo hay un camino, una verdad, una vida… interconectada y vinculada. La hemos de buscar y encontrar juntos, nadie la posee ni la domina, es de todos y todos la necesitamos.
La alegría esperanzada, que experimentamos en el encuentro con el Resucitado, es una alegría misionera, que nos lleva a entrar “en la dinámica del éxodo y del don, de salir de sí, del caminar y sembrar” (EG, 21). Es necesario salir al encuentro, buscar a los lejanos, llegar hasta los cruces de los caminos para invitar a los excluidos de nuestra sociedad y sembrar semillas de vida y resurrección. Una siembra que hemos de hacer gratuitamente: “Gratis lo recibisteis; dadlo gratis” (Mt 10, 8). Vinculación total desde una presencia evangélica en nuestros pueblos y barrios para revelar que el Señor está entre nosotros, que habla, que ama y que camina con nosotros. El evangelio nos muestra hoy una interpelación, al llamarnos para ser testigos del camino, de la verdad, de la vida que se nos ha dado en el crucificado que ha resucitado, venciendo toda pandemia de dolor y sufrimiento físico y moral en el mundo. Ahora es el tiempo propicio para ser testigos de que el crucificado ha resucitado y vive para siempre. Lo hemos encontrado y sabemos que pertenece a toda realidad humana y natural. Él es nuestra esperanza y la humanidad lo busca y lo necesita.