La soberbia de los hijos
Carlos A. Ponzio de León
Rafael viajaba en la penúltima fila del autobús, del lado del pasillo; junto a la ventanilla venía su mochila. Las ventanas se sacudían como pedazos sueltos de lámina cada vez que el camión saltaba al pasar un bordo, o porque caía en un bache. El ruido asustaba a cualquiera de los veinte pasajeros: les hacía pensar que los vidrios tronarían. A Rafael, el sonido le recordaba el ruido de los camiones en su ciudad natal: Bogotá; y le sorprendía estar escuchando ese estrépito de los cristales en un país tan avanzado como Francia. Venía junto con un grupo de turistas de visitar un templo Budista Tibetano cerca de La Pagoda. Habían presenciado un festival de Paz y Luz. Rafael viajaba sumergido en la tranquilidad porque había logrado apaciguar su mente... Hasta que fue interrumpido por una mano tocándole el hombro: "¿Le puedo hacer una invitación?", escuchó decir a la voz de una mujer.
Rafael giró su cuerpo, pero no alcanzó a ver el rostro. Solo distinguía la mano sosteniendo una hoja que a la mitad tenía su título "Poesía y Ecología: Cuestionario". Tomó la hoja. Arriba tenía impresa una fotografía: una mano escribiendo en una libreta de hojas blancas, sin rayas, y junto al cuaderno, unos lentes de aro redondo. Debajo de la hoja encontró un código QR que, al tomarle una fotografía con el teléfono, lo llevó al cuestionario.
El experimento consistía en saber si la lectura de un poema Haikú que alertaba sobre el daño ambiental en la Tierra, provocaba en el lector una mayor propensión a realizar una contribución monetaria, por un monto equivalente al precio de una hamburguesa de McDonald´s, para sembrar un árbol. Rafael, que sabía un poco de poesía y en particular sobre ese tipo de poemas japoneses, no fue conmovido por el texto de manera que mostrara una mayor disposición a pagar por sembrar un árbol más en la Tierra.
Rafael terminó de responder el cuestionario y cerró la página, cuando él y los demás pasajeros escucharon que un vidrio del camión se estrellaba. No saltaron vidrios. Alcanzaron a ver a cincuenta metros, una turba de jóvenes lanzando piedras a los autos. De pronto salía volando una bomba molotov contra un carro estacionado o un establecimiento. Un hombre sin camiseta y con el rostro cubierto por ella, pintarrajeaba una pared de rojo con la palabra Fascistas.
Del otro lado del camión, un grupo de policías antimotines, con cascos y chalecos antidisturbios, caminaba con las manos dentro de sus manoplas y sosteniendo el escudo protector de un lado y las macanas del otro.
El chofer del autobús quiso poner en marcha la reversa al encontrarse justo en medio del fuego entre policías y manifestantes, pero atrás del camión estaba atrapado un auto, y atrás de este, otro y otro más. Alguien le hizo la señal al chofer para sugerir que dieran vuelta ahí mismo: alcanzaron a ver una bocacalle vacía a su derecha. El chofer giró el volante y arrancó estrepitosamente y fue a dar contra un auto que intempestivamente se había metido por un lado del autobús. Quedaron los dos vehículos incrustados el uno contra el otro. "Descendre!, descendre!", comenzó a gritar el chofer cuando una bomba molotov cayó sobre un costado del camión. El hombre abrió la puerta del ómnibus. "¡Que nos bajemos!", gritó una mujer al resto de los turistas. Rafael tomó su mochila y se levantó para dirigirse al frente, en fila india, mientras el resto, incluyendo un par de señoras en los sesenta, descendía poco a poco de los escalones altos del vehículo.
El humo comenzaba a entrar al autobús cuando Rafael llegó a la puerta. Sintió el aire ennegrecido en sus ojos. Apenas pudo respirar. Trató de ver a dónde se dirigían sus compañeros de viaje, pero apenas y podía ver a dos metros de distancia. En cuestión de dos minutos el cielo se había oscurecido y lo único que alumbraba la calle eran los autos encendidos por el fuego de las molotov.
"Ten caridad, Señor", pensó Rafael. Trató de rezar un Padre Nuestro, pero no pudo hilar las palabras, olvidaba sus líneas; los estallidos parecían los tosidos de un demonio. Recordó la imagen de la deidad demoniaca que había visto en el templo budista tibetano que visitaron esa tarde y la explicación que habían recibido del monje que les había servido de guía: de que algunos demonios son venerados por ellos y reciben una ofrenda para obtener su protección. Entonces Rafael dijo palabras que pudieron salir de su boca: "Ten caridad, Señor, y que esto no escale".
Encontró la bocacalle vacía y pudo escapar por ahí. Rafael dejó atrás los disturbios y las sirenas de ambulancias y policías. Caminó solo, disperso entre otros que habían encontrado su propia salida. Con el rostro enmohecido, caminó once cuadras sin saber a dónde se dirigía, hasta que reconoció una farmacia. De ahí, él sabía cómo llegar a su hotel caminando: un poco más.
Las horas que se perdieron
Olga de León G.
El humo, los ruidos intensos de autos que se impactaban, las sirenas de ambulancias, los gritos de terror de la gente y su propio miedo, no la dejaban pensar más que en una sola cosa: en dónde estaba la mano de quien la llevaba al colegio. Y en, ¿cuánto faltaría para llegar al portón de entrada al edificio de la "ecóle"?
Se tranquilizó un poco al ver que María llegaba hasta ella y volvía a tomarla de su mano derecha. Ni siquiera se atrevió a preguntar qué había sucedido, que pasaba, nunca había visto una multitud sin rostro, pero con un claro propósito: romper el orden y crear un gran caos.
Quince años después, Ana participaría en el movimiento juvenil más grande del orbe... Era el año de 2038, el lugar: París, Francia. Ella solo era una estudiante de intercambio más, una becaria apasionada de las causas sociales, de la justicia, la verdad y la ciencia, y consciente de que se hallaba en el centro de la cultura, por excelencia.
Acaso las generaciones anteriores nada habían hecho, o sus logros fueron demasiado pequeños y nada había mejorado, ni se habían corregido las injusticias y despojos de lo elemental: los derechos humanos primarios...
Se recordó en aquel día de disturbios, un día impactante para una niña de seis años que nada comprendía entonces, y ahora estaba sumergida en el maremoto de las pasiones juveniles, dispuestas a todo por echar del poder a los gobiernos de derecha disfrazados de buenos samaritanos, hombres y mujeres caritativos que dormían con el uniforme fascista bajo la almohada y la gorra colgada en el perchero detrás de la puerta de la ropería.
Igual que a los de dizque izquierda tranzados con el poder de los más ricos, para ellos continuar en la farsa de un gobierno del pueblo y para el pueblo. Mientras tanto, las clases más desposeídas seguían siendo y haciéndose más y más pobres... Mientras los ricos se expandían por tierra, aire y mares, alejándose cada vez más del olor a pobreza, la peste de la humanidad que les robaba el aire a los poderosos, por eso buscaban expandirse en otros mundos.
Los Miserables de Víctor Hugo eran una caricatura irrisoria antes y más en la actualidad, y él, un hipócrita ante sus compatriotas.
Pero ¿cuántos eran realmente conscientes de la realidad, y cuántos estaban incrustados como espías para los poderosos? Se les confundían fácilmente, no había modo de distinguirlos, el mundo estaba más oscuro que nunca y las ideas eran monedas de cambio siempre intercambiables...
Ana bajó del estrado con una luz diferente en su mirada... fue la última vez que participó en algún movimiento social o espontáneo. Ana creció en un mundo desigual y se adaptó a las diferencias, aunque jamás claudicó en sus principios... Solo que ahora luchaba desde una trinchera distinta: la cátedra universitaria.
Aquella mañana se levantó especialmente entusiasmada, recibiría una mención distintiva por sus años de cátedra, frente a grupo. Antes de salir de casa, marcó un número en su aparato tele-auditivo y avisó a la Asistente de Dirección: Por favor, dígales a los directivos, su jefe y mis colegas, que no estaré en la ceremonia, que lamento mucho haber muerto para el mundo de las condecoraciones, estaré en mi reposo eterno de hoy en delante; dígales que ellos ganaron: ¡Callaré para siempre! Buen día y muchas gracias.