Vendados de los ojos
Carlos A. Ponzio de León
El valor de mercado de la empresa rebasaba los cien billones de dólares. Hacían software. Podía convertirse en el hogar de mi segundo trabajo en la vida: llegando a él dos años después de graduarme. Me estaban ofreciendo tres veces el salario que ganaba hasta ese momento. Era para realizar tareas gerenciales de mercadeo. Mi perfil, en los resultados de la entrevista, mostraba que era una persona segura de mí misma y eso le gustó a quien sería mi jefe, porque según él, eso es lo que permitía vender los productos de la compañía. Ni siquiera me preguntaron cuánto ganaba hasta ese momento: simplemente me ofrecieron el puesto y sus beneficios: El mejor seguro médico privado, un Mercedes Benz del año con chofer y membresía a la red más grande de gimnasios. Efectivamente, yo era una persona segura de mí misma; pero el salario anual, el cual superaba el millón de dólares, me conmocionó inmediatamente. Estuve pensando en ello: ¿acaso merecía ese salto en mi carrera?
Hasta ese momento trabajaba en una empresa fundada dos años atrás. Mi jefe, quien a la vez era el dueño de la compañía, había depositado su confianza en mi persona. Ofreció el espacio y tiempo necesarios para desarrollar ideas hasta lograr lo que a mi parecer era: mi máximo potencial de productividad. Yo había llegado a la firma cuando éramos cinco. Un año después, el negocio contaba con treinta empleados, incluyéndome a mí. Y aunque no nos convertiríamos pronto en una compañía billonaria, estaba totalmente agradecido con mi jefe; también era mi mentor.
Decidí ponerle en blanco y negro la situación que enfrentaba con la nueva oferta de trabajo. "Primero muéstrame la propuesta que te están haciendo". Así hice. Se quedó callado. "Estoy muy confundido", le confesé, y continué: "haré lo que me aconsejes". Entonces comenzó a decir: "Mira, tu contribución a esta empresa es masiva. A ti te debemos toda la estrategia de mercadotecnia. Pero no puedes abandonarnos cuando apenas estamos despegando. Ahorita no puedo igualarte la oferta que te están haciendo; pero quiero darte el 70 por ciento del salario que ellos te ofrecen, contando a partir de mañana. Dame tres meses más y... te aseguro que iré incrementando el pago que recibes".
Nunca había llamado mi atención el dinero, en la vida. Rechacé la oferta de la empresa multibillonaria y me quedé donde estaba.
Al día siguiente, mi jefe me preguntó: "Daniel, ¿ya rechazaste la oferta de ellos?" "Claro", le respondí. Fue todo; pero lo que comenzaría a suceder tan solo días después, sería impactante.
Tuvimos una primera reunión con los desarrolladores, para ver la manera en que operaba un nuevo software. Se trataba de una solución para el pago de nómina que relacionaba las compensaciones por productividad de cada empleado, con las evaluaciones trimestrales que de ellos realizaban los jefes y con la recuperación de deudas que lograba cada uno. Tenía como mercado objetivo los "call centers" de los despachos que compraban deudas vencidas de la banca comercial. Un nicho bien definido que requería de comunicación con abogados, quienes no siempre entienden sobre temas financieros. El reto, para mí, era traducir fórmulas en frases para hombres que se mueven en el universo de los tribunales.
Cuando los desarrolladores terminaron de presentar su programa, lo primero que hizo mi jefe fue dirigirse a mí: "¿Cómo lo promoveríamos, Daniel?". Yo me quedé en silencio. Era la cuestión que, evidentemente, intentaría responder, pero normalmente requería de un par de semanas para elaborar el primer draft de dictamen. Nunca se me había demandado una solución de manera inmediata, a los pocos segundos de escuchar a los desarrolladores. Algo respondí, tal vez le pedí que me diera unos días para responder con detalle. "Te hemos incrementado el salario y no estás ejecutando al nivel que esperábamos", me dijo mi jefe frente a todos.
Al día siguiente tuvimos otra reunión. Sucedió lo mismo. "¿Cómo lo promoveríamos, Daniel?". "Dame un par de días para proponer algo concreto". "Tomamos la decisión equivocada dándote un aumento, Daniel". Y al día siguiente, lo mismo. "Incrementamos al doble tu salario, pero no lo vales. Ve y acepta la oferta que te habían hecho en otro lado". Esa tarde comenzaron a correr rumores de que yo había falsificado una oferta de trabajo en otra empresa, para recibir un aumento salarial ahí".
El puesto en la firma multibillonaria ya no estaba disponible. Ante mi rechazo, se lo ofrecieron al segundo candidato mejor posicionado, y ya estaba trabajando con ellos. Al día siguiente recibí un mensaje de mi jefe, a las nueve de la noche, cuando estaba a punto de meterme en la cama: "¡Estás despedido! Mañana en la mañana, trae la laptop de la empresa que te llevaste a tu casa". La computadora portátil siempre la dejaba en la oficina. No recibí ninguna compensación por el despido.
Historia de una hormiga cualquiera
Olga de León G.
Con la tristeza dibujada en el rostro, las penas y dolores sobre sus hombros, y una real y verdadera sed de redimirlo todo; pero, solo después de cobrar facturas: vengándose hasta agotar las fuerzas del débil cuerpo y de sus indomables mente y espíritu, caminaba entre trastabillo y a punto de caer o tropezar, la pobre mujer sin nombre ni compañía que la hiciera valer. ¡Sí, valer! Porque aún ya avanzado el siglo XXI, las mujeres necesitaban de un hombre a su lado, que las hiciera "valer", ¡qué absurdo!
Iba por la acera, al salir del supermercado bajo los candentes rayos del sol de agosto. Atravesó la calle sobre el rayado anaranjado dirigiéndose a su viejo y querido auto, el que siempre le funcionaba: encendía a la primera y traía un clima estupendo.
A esa hora, una y media después de mediodía, aquella mujer cansada, golpeada y disminuida a su mínima expresión, como si se tratara de: ¡una hormiga cualquiera! Una a la que se le puede aplastar casi con solo pensarlo; pero siempre sería mejor dejándole caer encima una "buena" pisada, con bota militar... ¡de preferencia!, para que no quede duda, que no y que no... de que estaría muerta, bien muerta: sueño dorado de muchos machos que aún dominaban en ciertos hogares, oficinas y en cualquier lado...
Se sentó ante el volante, después de guardar en la cajuela dos cajas repletas de mandado y una bolsa más. Arrancó, y sin mirar hacia atrás, salió del estacionamiento. Ya puesto el auto, para cruzar el semáforo en verde y dando vuelta en media luna a la rotonda sintió –no podía dejar de percibirlo- que un auto negro con dos hombres intentaba por todos los medios, sobrepasarla.
Su posición delantera y hacia donde se dirigía, no le permitió abrirse lo suficiente para que ellos rebasaran correctamente por la izquierda: no cabían dos autos. Eso no les impidió amedrantar a la mujer disminuida en sus fuerzas y edad, dejándole ver que, contra viento y marea, ellos deseaban atravesársele: para qué... Para ponerse delante y así tener el control sobre la dirección de la mujer-hormiga cualquiera, que en ese instante recordó a su amiguito, el elefante azul... y, como si lo invocara, se armó de valor y frenó, haciéndoles seña de que la sobre pasaran... si podían.
Aceleran y quieren meterse por la derecha, justo cuando la hormiguita está dando vuelta para llegar a la tortillería. Siente lo agresivo del chofer del auto negro, pero era imposible que cupiera, ni subiéndose a la banqueta. Nuestra hormiguita, hábil como lo era ante el dominio del volante y las velocidades, se apura y se detiene justo frente a la tortillería. En eso se percata que el coche negro se le acerca demasiado y al detenerse, baja del lado del copiloto un tipo vestido todo de negro (como el color del auto) y se apresura a tocar por ese lado el cristal de la ventana del copiloto, haciéndole señas de que le abriera...
Ni tarda ni perezosa descendió por su lado de chofer, la hormiguita; una hormiguita iracunda, agredida en lo que ella más apreciaba de sí misma: su inteligencia.
Con celular en mano, el tipo le dice que llamen al seguro para que se entiendan porque ella le había dado un golpe a su auto... Háganme ustedes el favor, el de adelante golpeó al que venía atrás. Pronto se autocorrigió y dijo, no, yo le di un golpecito, en la esquina, por eso nos detuvimos, para arreglar esto... Venga, vea dónde le golpeamos el auto.
¡Cualquier día la mujer iba a ponerse cerca del truhan! Bajó y a voz en cuello, delante de la gente en la calle, le gritó: Tengo a mi esposo muriéndose, estoy apurada por llegar... Y, ustedes con estas pendejadas: pretender asaltarme o qué se yo: no nací ayer, y sí soy vieja, pero no tonta. Lárguense de aquí. Al tipejo no le quedó más que subir a su auto y al del volante, arrancar.
Entró la hormiguita a la tortillería temblando de pies a cabeza. No encontraba con qué pagar y ya se las estaba fiando la dueña, cuando esta última vio en la billetera de la hormiguita, doscientos pesos, entonces, dijo: sí claro, y pagó con $100.
En ese instante, la hormiguita recordó al tipo que se le puso a un lado del cajero... Sí, el mismo.