El texto del Evangelio de Mateo, que se proclama en este Domingo XX del tiempo ordinario es una unidad literaria autónoma, desvinculada del contexto, bien delimitada entre dos frases circunstanciales: «Saliendo de allí, Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón ... Pasando de allí, Jesús vino junto al mar de Galilea; subió al monte y se sentó allí» (Mt 15,21...29). Tiene, sin embargo, relación con el episodio que leíamos el domingo pasado, porque en ambos casos el tema central es la fe.
El domingo pasado el Evangelio nos presentaba el episodio en que Jesús camina sobre el mar y, respondiendo a una petición de Pedro, lo invita a caminar, también él, sobre el agua, diciendole: «Ven». Esta palabra, en realidad, equivale a decirle: «Que te suceda como has creído» (cf. Mt 8,13). En efecto, el agua se solidificaba bajo los pies de Pedro «en la medida de su fe». Empezó a hundirse, porque su fe vaciló y mereció el reproche de Jesús: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?» (Mt 14,31). Era como decirle: Si tu fe hubiera sido grande, no te habrías hundido.
El episodio que se nos narra en el Evangelio de hoy, como dice su introducción, ocurre en la región de Tiro y Sidón, que están sobre la costa, al norte de Israel. Es un episodio -diríamos- emblemático, porque es el único que encuentra a Jesús fuera de los límites de Israel. Y tiene como protagonista a una mujer descrita como «cananea», es decir, lo más opuesto a un judío que se pueda pensar. No hay alguien más opuesto a esa mujer que Pedro, no sólo porque es varón, sino, sobre todo, porque es judío, diferencia que deja bien en claro Pablo dirigiendose a Pedro: «Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles pecadores» (Gal 2,15).
La mujer se pone a gritar al paso de Jesús: «¡Ten misericordia de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está gravemente endemoniada». El Evangelio no nos informa cómo conoció esa mujer a Jesús, pero ella demuestra tener un conocimiento completo de su identidad. En efecto, lo llama «hijo de David», declarando así que Él es el prometido por Dios a Israel, como se proclamaba por medio de los Salmos: «He encontrado a David mi siervo, con mi óleo santo lo he ungido... Suscitaré a David un fuerte vástago, aprestaré una lámpara a mi ungido» (Sal 89,21; 132,17). Declarando la mujer que ese «fuerte vástago de David» es Jesús lo está declarando «Ungido (Cristo)» de Dios, como David, antecedente de la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo (el Ungido)» (Mt 16,16; Mc 8,29). Pero, antes de esto, la mujer llama a Jesús «Señor» y expresa plena confianza en que Él puede liberar a su hija del poder del demonio que la tenía poseída. Antes de Jesús no encontramos a nadie -ni patriarca ni profeta ni juez ni rey- que pueda expulsar a los demonios. Sólo Jesús tiene ese poder, sólo Jesús cumple la sentencia de Dios contra la serpiente antigua que engañó a Adán y Eva: «Él (el linaje de la mujer) te pisoteará la cabeza» (Gen 3,15).
Todo esto se puede decir de esa mujer. Pero está por venir algo mayor. Jesús explica a sus discípulos que no responde a los gritos de la mujer, porque no está incluida entre los destinatarios de su misión: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Se acentúa nuevamente su condición de «gentil pecadora». Pero ella insiste, revelando aún su plena confianza en el poder de Jesús: «Señor, ayudame». Esta vez, Jesús explica a ella por qué no lo hace: «No está bien tomar el pan de los hijos y echarselo a los perritos». Ella insiste en el poder de Jesús asegurando que le basta con una migaja de ese pan: «Sí, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos». Esta fe de la mujer en la bondad y el poder termina por vencer toda resistencia en Él, que, admirado, exclama: «Mujer, grande es tu fe». También en esto la mujer difiere de Pedro -pero, esta vez, a favor de ella-, pues ella es «mujer de mucha fe». Jesús agrega: «Que te suceda como deseas». Esta sentencia recuerda la que hemos citado más arriba, que dijo Jesús en otra ocasión a un centurión -gentil, como la mujer cananea-: «Que te suceda como has creído». Ella demostró creer firmemente que Jesús podía liberar a su hija del poder del demonio; y le sucedió como había creído: «Desde aquella hora quedó curada su hija».
Leemos en el Evangelio que Jesús hizo a sus discípulos una promesa formal: «Todo lo que ustedes pidan con fe en la oración, lo recibirán» (Mt 21,22). Si pudieramos preguntar a esa mujer cananea, qué opina de esa promesa de Jesús, ella respondería: «Es verdad, se cumple siempre, Jesús nunca nos defrauda». Para ella es evidente, porque «grande es su fe». Jesús suele hablar para ese nivel de fe. Sus palabras son evidentes para los santos y para los que tienen una fe grande; son, en cambio, incomprensibles para los que no creen. Jesús cumple esa promesa, aunque, para hacerlo, tenga que obrar un milagro. Por eso, los milagros los concede siempre a petición de hombres y mujeres de mucha fe.
Hemos dicho que éste es un episodio emblemático, porque es el único que nos concede contemplar la actuación de Jesús fuera de los límites de Israel en favor de una mujer que, para un judío, era definida como «gentil, pagana». Después de Jesús, el primero que hizo algo semejante fue Pedro, cuando entró en casa de Cornelio «centurión de la cohorte itálica» y bautizó a Cornelio y su familia (cf. Hech 10,1ss). Pero fue criticado: «Cuando Pedro subió a Jerusalén, los de la circuncisión se lo reprochaban, diciendole: "Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos"» (Hech 11,2-3). Pedro explicó que lo había hecho obedeciendo a una voz del cielo que le repitió tres veces: «Lo que Dios ha purificado tú no llames profano» (Hech 11,9-10). Pero pudo haber explicado su conducta recurriendo al ejemplo del mismo Señor: Él acogió los ruegos de una mujer cananea y le concedió lo que ella le pedía, algo que solo Él, en su condición de «Señor e hijo de David», podía conceder. Y, para hacerlo, antes tuvo que hacerla a ella «hija de Dios», porque también es verdad lo que Él declaró: «No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perritos». Esa mujer recibió el pan de los hijos, porque ya era hija de Dios. De esta manera, Jesús nos enseña que todos los seres humanos -«de toda raza, lengua, pueblo y nación» (cf. Apoc 5,9)- estamos llamados a ser hijos de Dios y que el único medio para recibir este inefable don es la fe en Él. Así lo declara San Pablo, escribiendo a los gálatas: «Todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gal 3,26). Esa mujer cananea fue hecha hija de Dios, porque «grande era su fe».