"Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios".
No entendemos la realidad sin el amor. No entendemos nuestro propio misterio sin su apertura radical a él. No alcanzamos a Dios sino en su amor, que se nos ha adelantado siempre y de manera extraordinaria. En su diálogo con Nicodemo, Jesús nos coloca en la única perspectiva adecuada para acercarnos a Dios: el amor. El amor mayor. El desbordamiento de un amor que no ha escatimado nada por salvarnos. Por invitarnos a participar de su propia vida.
Si bien la Iglesia ha profundizado en el misterio de Dios, y nos ha instruido sobre el modo preciso de expresarlo, en ningún momento hemos de separar la profesión de fe en el Dios uno y trino de la confesión de amor por Él. Sí, lo conocemos como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres personas y un único Dios verdadero. Pero esta afirmación no es un acertijo ni un dilema. Es la afirmación de que el abismo de Dios no es un vacío impersonal, sino una plenitud de amor. Y se nos comunica entonces, también, que nuestra plenitud, nuestra salvación, no ha de buscarse al margen de ese manantial abundante. Para estar en comunión con Él, nuestra respuesta debe estar en sintonía de amor. De amor agradecido por su generosidad. De amor conmovido por su indulgencia. De amor sorprendido por su exuberancia.
Nuestra fe tiene el gusto de ese amor. Y fructifica como vida eterna. Y su acceso es Jesús. El Hijo único, entregado por amor por el Padre. Enviado para salvarnos. Por medio de Jesús se nos manifiesta tanto el misterio de Dios mismo en su amor como el consecuente amor que nos ha salvado. Lo que encontramos en Jesús no es sino el reflejo en el tiempo de lo que en la eternidad es amor puro, amor constante, amor dichoso. Aprender sobre la Santísima Trinidad pasa por contemplar la obra de Jesucristo, nuestro salvador, y leer en ella la declaración infinita de amor por nosotros. El envío del Hijo nos concede participar de la intimidad gozosa de Dios, salvándonos de la condenación, del absurdo, del fracaso, del olvido, de la fractura, de la corrupción.
Para asumir la vida acertadamente, entremos a ella con amor, dirigiéndonos al amor que nos ha precedido. Y descubramos el amor mismo de Dios como el contenido que le da sentido a nuestra existencia. Hemos creído en el amor de Dios. Y se nos ha dado participar en Él. Acogiendo al Espíritu que lo derrama sobre nosotros para incorporarnos a Cristo, descubramos su fuente en el Padre y, como hijos adoptivos, no dejemos de darle gloria.