En este Domingo XVI del tiempo ordinario leemos tres parábolas de Jesús. Quien tiene un conocimiento más profundo del Evangelio, al ver la referencia Mt 13, sabe que en este Capítulo XIII el evangelista reúne ocho parábolas de Jesús y que todo el capítulo coincide con el tercero de los discursos de Jesús, el así llamado «discurso parabólico (en parábolas)».
Mateo comienza el Capítulo presentando a Jesús, ante la multitud, con la actitud del maestro -«se sentó»-; luego, agrega: «Les habló muchas cosas en parábolas» (Mt 13,2.3). El capítulo concluye declarando el fin del discurso y anunciando el comienzo de una sección narrativa: «Cuando acabó Jesús estas parábolas, partió de allí» (Mt 13,53). El lector notará inmediatamente que se repite en seis de las parábolas la expresión: «El Reino de los cielos es semejante a...» y que las otras dos, aunque no tienen esa introducción, también tienen como objeto esa realidad sobrenatural. En efecto, en la parábola del sembrador, la primera del discurso, que se leía el domingo pasado -Domingo XV-, en la explicación de la cuádruple suerte que puede tener la semilla esparcida por el sembrador, Jesús aclara: «Sucede a todo el que oye la Palabra del Reino...» (Mt 13,19). Y la última de las ocho parábolas, la más breve, comienza así: «Todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante a...» (Mt 13,52). Es claro que en este discurso a Jesús interesa explicar la expresión, tal vez más usada por Él: «Reino de los cielos».
El evangelista dedica el capítulo XIII a esta instrucción en parábolas sobre el Reino de los cielos, porque antes, en el Capítulo X ha incluido el «discurso apostólico», en el cual, da instrucciones para la misión a los Doce discípulos que ha elegido y los envía con este anuncio: «Vayan y proclamen que el Reino de los cielos está cerca» (Mt 10,7). Y, cuando en las sinagogas de esas aldeas de la Galilea, los presentes pregunten: ¿Qué es ese «Reino de los cielos»?, ellos responderán, hablando sobre su Maestro y repitiendo esas parábolas suyas. El Reino de los cielos no es otra cosa que lo acontecido en el mundo con la venida a él del Hijo de Dios hecho hombre. Con este evento nada quedó igual que antes. San Pablo, que pertenece a un momento sucesivo al de Jesús, ya no usa esta expresión, pero se queda con la realidad: «Cuando se cumplió la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer..., para que nosotros recibieramos la filiación» (Gal 4,4). Y el IV Evangelio, también en un momento sucesivo, lo dice así: «La Palabra vino a lo suyo... y a cuantos la recibieron les dio poder ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su Nombre» (Jn 1,11.12); y más adelante aún: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él... tenga vida eterna... para que el mundo sea salvado por Él» (Jn 3,16.17). Las parábolas explican de manera imaginativa, como solía enseñar Jesús, la suerte en la historia humana de ese evento, que consiste en la irrupción del cielo en la tierra.
«El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo...». Con esta parábola Jesús nos revela que el evento de salvación, su presencia en el mundo, encontrará enemigos que pondrán obstáculo: «Vino un enemigo y sembró encima cizaña entre el trigo». En adelante, crecerán mezclados e interactuando y no habrá posibilidad de separarlos, sino hasta el fin: «Dejen que ambos -trigo y cizaña- crezcan juntos hasta la siega». Entonces, será la separación. La cizaña será quemada y el trigo guardado en el granero. Cuando los discípulos piden aclaración, Jesús explica: «La siega es el fin del mundo... De la misma manera, pues, que se recoge la cizaña y se la quema en el fuego, así será al fin del mundo». Una verdad revelada en la Biblia es que este mundo con todo lo que hay en él no es eterno; se dirige a un punto final. La sentencia para quienes ponen obstáculo a la obra de salvación de Cristo en la historia es severa. Si no la formulara Jesús, nadie se atrevería a pronunciarla: «El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes». Consoladora es la sentencia para quienes han favorecido la difusión del Reino de los cielos: «Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre». El fin de este mundo marca el comienzo de la felicidad eterna que aguarda a los hijos de Dios. Por eso, Jesús llama a esa situación: «El Reino de su Padre».
Jesús compara el Reino de los cielos con otras dos parábolas, que -se puede decir- son más fáciles de entender.
«Otra parábola les propuso: "El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo sembró en su campo...». La particularidad de este grano es que «es más pequeña que cualquier semilla». Nadie esperaría de ella un gran desarrollo. Pero, al contrario de lo esperable, «crece y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo anidan en sus ramas». Esta parábola es una profecía de lo iniciado por la presencia de Jesús en este mundo. Al comienzo, no superaba los estrechos límites de la Galilea y no alcanzaba más que un pequeño grupo de los seguidores de Jesús, en tanto que hoy su presencia está extendida en todas las latitudes de la tierra. ¿Está cumplido? Nadie puede decirlo. El Papa San Juan Pablo II, comienza su Encíclica «Redemptoris missio», con estas palabras: «La misión del Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse. A finales del segundo milenio después de su venida, una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos» (7 dic 1990). El conocimiento de Cristo no supera aún al 30% de la humanidad.
«Les dijo otra parábola: "El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo"». El punto de esta parábola está en la afirmación taxativa: «Fermentó todo». Nada hay en cada ser humano y en toda la humanidad que se sustraiga a la presencia de Cristo, así como nada en la masa -independiente de su cantidad- queda sin fermentar. Nada queda igual en el ser humano, después de que ha acogido en su vida a Cristo y nada quedó igual en todo el universo, después de que el Hijo de Dios se encarnó y entró en el tiempo. Todo quedó marcado con su impronta: «Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles... todo fue creado por Él y para Él, Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él su consistencia» (Col 1,15.16.17). La contemplación consiste en descubrir esa presencia de Jesús en todo. Bien lo expresa al gran místico, que a su pregunta acaso haya pasado el Amado por cierto paisaje, escuchó esta respuesta: «Mil gracias derramando, / pasó por estos sotos con presura, / y yéndolos mirando, / con sola su figura / vestidos los dejó de hermosura» (Cántico espiritual, 5). Ciertamente, esto es verdad, sobre todo, cuando Jesús, no sólo «pasa mirando con presura», sino que se detiene y hace su morada en las más grande de sus creaturas, el ser humano. La belleza de la santidad del ser humano supera toda belleza creada.